Ginés, un enfermo al que atendí la víspera de su muerte, después de administrarle la Comunión y la Unción exclamó con leve sonrisa: «Gracias, ahora me voy en paz, porque me reencontraré con mis padres en el cielo». Eugenia, la esposa que estaba presente, me hizo después esta pregunta: ¿Qué es el cielo que él espera? Como respuesta le aporto estas sugerencias:
«Jesús, en la cruz, promete al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Evoca el sueño primigenio de Dios para la humanidad, inmersos en un ámbito gozoso donde se vive la plena comunión con Dios, con la naturaleza y con los otros seres humanos. Para Ginés se cumple la promesa de Jesús cuando se despide de sus discípulos: «No tengáis miedo, me voy a la casa del Padre, os prepararé sitio, volveré y os llevaré conmigo para que donde yo esté, me acompañéis vosotros para siempre».
El Apocalipsis anuncia la visión de una nueva ciudad bajada del cielo, del lado de Dios, como su morada entre los hombres. Él habitará en medio, enjugará las lágrimas de sus ojos y ya no habrá más muerte ni luto, ni llanto, ni pena, porque el mundo del dolor y del fracaso habrá desaparecido para siempre. Pablo reconoce que «ahora vemos, como por medio de un espejo, confusamente, junto a Dios le veremos cara a cara, de la misma manera que Dios nos conoce».
El cielo es Dios mismo que, en Cristo, se abajó de su cielo a nuestro suelo para, en su Ascensión, subir a la humanidad hasta el abrazo definitivo de todos los hijos pródigos en la casa del Padre que nos rehabilita, nos reviste y organiza una fiesta interminable de felicidad.
A esa gozosa realidad apuntabais, cuando en momentos de plenitud os decíais: «Tú eres un cielo para mí». Todos estamos convocados a la tarea de multiplicar rincones paradisíacos en los diversos ámbitos de nuestra vida como anticipo de ese cielo definitivo, donde todo es gratuito. La acción de gracias es la única acción que se cotiza y la única obligación es la caridad. Ten confianza, porque tu esposo ha tomado refugio en el regazo del amigo».