El 30 de diciembre de 2010 Benedicto XVI publicó un motu proprio de enorme alcance normativo, moral y pastoral. El documento, un total de cuatro leyes sobre prevención y lucha contra el blanqueo de ingresos procedentes de actividades criminales y financiación del terrorismo, fraude y falsificación de billetes y monedas en euros, reproducción, sustitución y retirada de billetes en euros y derechos de autor, entraba en vigor solo un año después de que el Vaticano firmase la Convención monetaria con la Unión Europea. De este modo, la Santa Sede, dicasterios vaticanos, organismos y entidades como el IOR, se comprometían con la comunidad internacional en su lucha contra la corrupción.
El desgobierno de las realidades económicas y financieras internacionales es terreno abonado para el desarrollo de actividades criminales como el blanqueo de capitales, la financiación del terrorismo, el tráfico ilegal de personas y la trata de seres humanos. La Santa Sede, siguiendo los dictados de la doctrina social de la Iglesia en materia de bien común internacional y de servicio de la Iglesia en el mundo, asumía las reglas «para prevenir y combatir» la infiltración de esas formas de mal contra las que solo puede lucharse desde la cooperación institucional. Tal y como se había sentenciado en Caritas in veritate, «el gran desafío […] es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no […] se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la transparencia, la honestidad y la responsabilidad».
La determinación pontificia a favor de la transparencia se había iniciado con la orden de investigación al fundador de los Legionarios de Cristo (27-11-2004) y había adquirido trascendencia pública en las palabras del cardenal Ratzinger en el vía crucis de Viernes Santo de 2005. En 2006, la Santa Sede albergaba una Conferencia Internacional sobre Lucha contra la Corrupción. Cuatro años más tarde, ya no había vuelta atrás. El motu proprio citado y la Carta a los Católicos de Irlanda eran solo dos muestras de que la corrupción compromete el servicio a la evangelización.
La suciedad, por utilizar una palabra que los dos últimos Pontífices no rehúyen, solo puede ser barrida con transparencia, honestidad y responsabilidad. La adhesión de la Santa Sede al Convenio de Naciones Unidas contra la Corrupción, suscrita en septiembre de 2016, es una de las últimas iniciativas en este campo.
No resulta fácil mirar de frente estas cuestiones y asumir con madurez que el compromiso de la Iglesia en la lucha internacional contra la corrupción exige una lucha sin tregua contra todas aquellas prácticas y actitudes que, dentro de la propia Iglesia, ponen el poder en el lugar del deber pastoral. La corrupción, como dice la legislación internacional asumida por la Santa Sede, es abuso de poder y de confianza. Un pecado, nos ha dicho el Papa Francisco en más de una ocasión, que «está al alcance de la mano», que «pagan los pobres» y que «conduce a una doble vida». «Pecadores sí, corruptos no», gritó Francisco el 11 de noviembre de 2013. La corrupción es escándalo, por eso «es un mal más grande que el pecado. Más que perdonado, este mal debe ser curado. La corrupción se ha convertido en algo natural, hasta el punto de llegar a constituir un estado personal y social relacionado con la costumbre, una práctica habitual en las transacciones comerciales y financieras, en los contratos públicos, en toda negociación que implique agentes del Estado. Es la victoria de las apariencias sobre la realidad y de la desfachatez impúdica sobre la discreción respetable» (Francisco, Discurso a una delegación de la Asociación Internacional de Derecho Penal, 23-10-2014).
Encuentro europeo en Madrid
La Santa Sede es hoy uno de los actores indiscutibles en la lucha internacional contra la corrupción. Y hay un grupo de mujeres de Iglesia que se ha sumado a esta lucha desde la Unión Mundial de Organizaciones Femeninas Católicas. La UMOFC lleva tiempo preguntándose por el mejor modo de enfrentar la corrupción y ha escogido Madrid para dedicar tres días (del 17 al 20 de marzo) a reflexionar sobre la percepción de la corrupción en nuestros ambientes europeos, los antídotos contra la corrupción o el sufrimiento que la corrupción causa a las mujeres.
Es una muy buena noticia que desde la Iglesia se aborden estas cuestiones con la única intención de luchar contra un flagelo que afecta especialmente a los pobres, que desvía fondos, socava la acción de las instituciones y atenta contra su valor, incrementa las desigualdades y la injusticia, atenta contra la estabilidad y la seguridad, contra la democracia y los valores de igualdad y libertad, contra el desarrollo y el imperio de la ley, afecta a la ética y a la justicia, y desalienta la inversión.