Un año más celebramos la fiesta litúrgica y académica de santo Tomás de Aquino (1225-1274), personaje bien conocido por teólogos y filósofos, bastante menos por los estudiantes, a quienes el «santo» da unos día de asueto, y escasamente por el público en general.
Las glorias de este pensador medieval -patrimonio de la Humanidad del saber- han sido contadas a lo largo de los siglos hasta hoy mismo y en casi todas las lenguas. La ciencia, la cultura, los concilios, los papas, la Iglesia le han adornado con los más diversos y elogiosos epítetos hasta el punto de darle uno que resumiría su vida de creyente y su actividad intelectual: «el más sabio de los santos y el más santo de los sabios». Según eso, en Tomás de Aquino tendríamos una de las figuras más equilibrada y perfecta entre fe y razón, entre el que piensa para creer y vive lo que cree.
Los que han buceado en su vida y en su doctrina destacan de él su inteligencia y memoria, su tenacidad en el trabajo, su incansable búsqueda de las verdades y su pasión por la Verdad, a la que se acercó con admirable precisión porque la amaba y la vivía intensamente.
Ahora bien, la santidad «canonizada» es consecuencia sobre todo del ejercicio heroico de la caridad. Creemos que por amor creó Dios el mundo y al hombre, por amor se encarnó el Hijo para redimirnos, y que el amor es la definición más exacta del cristianismo: «la religión de los dos amores»: a Dios y al prójimo, tan inseparables ambos que es imposible demostrar lo primero sin hacer lo segundo. Jesucristo, en el Evangelio según san Mateo (25, 31-46) lo deja meridianamente claro, como toda la doctrina que salió de su boca: el Juicio final consistirá sencillamente en autoexamen sobre el amor a Él practicado en los demás. Y bellamente lo resumió san Juan de la Cruz cuando escribió: «al atardecer de la vida nos examinarán de amor».
Según esto, podíamos preguntarnos hasta dónde santo Tomás de Aquino fue un santo de la caridad; a cuántos dio de comer, vistió, visitó en hospitales y cárceles, ayudó en sus necesidades, curó de sus dolencias, apagó la sed, luchó por la justicia, se solidarizó con los más pobres, defendió los derechos humanos, etc., o sea, hasta qué punto vivió heroicamente el amor recomendado por Jesucristo.
Pues bien, yo creo que «el Santo, el Doctor común, el Ángel de las Escuelas, la luz, el guía y Maestro de pensadores sobre Dios» que sigue siendo santo Tomás, descolló precisamente por su amor. Y lo hizo poniendo al servicio de todos, con una caridad martirial, los denarios que había recibido, especialmente el de la inteligencia. Su obsesión por saber, ya desde niño, «Quién es Dios», la fuente del amor, hacen a este santo ser hombre de caridad extraordinaria, universal, puesto que su ímprobo trabajo intelectual diario (a veces hasta de 16 horas) tenía como único objetivo indagar, descubrir y dar a conocer a todos a Aquél que se encarnó por amor, vivió, murió y resucitó por amor y que un día, al atardecer de nuestra existencia terrena, solamente nos preguntará si Le hemos amado en los demás.
A veces, en la vida de los santos se nos escapa lo primero y principal por lo que fueron canonizados. Creo que es el caso de santo Tomás. Su potente luz sobre la Filosofía y la Teología con sus extraordinarios y perennes resultados, parece tenue a la hora de iluminar otras facetas, que por estar más ocultas y ser menos vistosas e interesantes a los ojos de cierta sabiduría e inteligencia, parecen no tener tanta importancia. Pero el silencio (casi como el de un buey), la reflexión y el estudio continuos, la oración en adoración perseverante, la pureza de alma, cuerpo e inteligencia con la que fue adornado, la vivencia espiritual y mística de lo que descubría y vivía para darlo a los demás (…et contemplata aliis tradere) son la clave para reconocer «el prodigio de caridad» que es santo Tomás de Aquino. Se gastó y se desgastó (apenas vivió 50 años) por poner su inteligencia al servicio de la caridad. Y por eso, porque amó antes y por encima de lo que escribió, pudo sentir el consuelo y el gozo de aquellas palabras recompensadoras salidas de la eterna y sublime Sabiduría: «Bien has escrito de Mi, Tomás ¿qué quieres en recompensa?» Y como el más santo de los sabios y el más sabio de los santos, su respuesta no podía ser otra que: «Sólo te quiero a Ti, Señor».
José Barrado Barquilla, OP
Facultad de Teología San Esteban (Salamanca)