«¿Adán y Eva son santos?». Esta fue la pregunta que me hizo el otro día un niño de 5 o 6 años, como quien pregunta si va a hacer buen tiempo mañana. Me dejó completamente descolocado y tuve que pensar bien la respuesta antes de decir nada. Y la pregunta que vino después fue igual de sorprendente. Con los ojos abiertos como platos me preguntó: «¿Y yo, soy santo?».
Es habitual tener una idea de santidad algo voluntarista, como si fuese sinónimo de irreprochabilidad moral o de perfección inalcanzable. Nada más lejos de la realidad. La santidad no es sino la obra paciente de Dios en la vida del hombre, que se deja modelar dócilmente como el barro en manos del alfarero. Quien recibe el torrente del Amor del Corazón de Jesús, empapa con este mismo Amor divino y humano a sus hermanos los hombres. No de modo abstracto, sino concreto. Es bonito que cuando la Iglesia discierne sobre la santidad de la vida de un siervo de Dios, en las instituciones dedicadas a las Causas de los Santos se buscan actos concretos de fe, esperanza y caridad.
Ya en el Antiguo Testamento Dios llamaba a la santidad a su pueblo Israel: «Seréis santos porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Levítico 20, 7). Esta llamada encuentra su eco en labios de Jesús, cuando en la Última Cena dice a sus apóstoles: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Juan 13, 34-35). El 1 de noviembre celebramos precisamente, como reza el Martirologio Romano, la «solemnidad de Todos los Santos, que están con Cristo en la gloria. En el gozo único de esta festividad la Iglesia santa, todavía peregrina en la tierra, celebra la memoria de aquellos cuya compañía alegra los cielos, recibiendo así el estímulo de su ejemplo, la dicha de su patrocinio y, un día, la corona del triunfo en la visión eterna de la divina majestad».
En una misma fiesta celebramos a todos los santos, a nuestros hermanos mayores que nos han abierto y nos señalan el camino de la vida del cielo. Algunos conocidísimos, otros aún desconocidos. Algunos, grandes figuras de la historia del mundo y de la Iglesia; otros, diminutas teselas que, a pesar de su pequeñez, ponen su belleza al servicio del precioso mosaico de la creación. Entre todos los santos del cielo, por medio de la canonización, «Dios elige siempre a algunos que, siguiendo más de cerca el ejemplo de Cristo, dan testimonio preclaro del Reino de los cielos» (Divinus perfectionis magister, año 1983). De entre una innumerable multitud, solo algunos. En el catálogo de los santos canonizados en la Iglesia, son todos los que están, pero no están ni mucho menos todos los que son. Y en esta fiesta los celebramos a todos.
El Papa Francisco, en su exhortación apostólica Gaudete et exsultate, acuñó la felicísima expresión de «los santos de la puerta de al lado»: «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad de la puerta de al lado, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios». Efectivamente, si miramos nuestra historia, no será difícil descubrir personas cercanas, rostros concretos, que han sido y son para nosotros transparencia del rostro de Jesucristo. Personas que con su vida nos hablan de Dios y nos acercan a Dios, porque en cierto modo son presencia de Dios en medio de nuestro mundo. En estos días, en algunas parroquias, para celebrar la solemnidad de Todos los Santos muchos niños se disfrazan de sus santos favoritos. Y se ponen el hábito de la madre Teresa de Calcuta, o la sotana blanca de Juan Pablo II, o la túnica de peregrino del apóstol Santiago. Sería bonito que algún niño fuese disfrazado de su abuelo, del sacerdote de su parroquia, de su catequista, o del religioso portero de su colegio.
Decía antes que la santidad es la obra paciente de las manos de Dios en la vida del hombre. Ireneo de Lyon, doctor de la Iglesia del siglo II, resume en pocas líneas el camino de la santidad para el hombre: «Por tanto, si eres obra de Dios, aguarda la mano de tu Artífice, que todo lo hace según conviene; según te conviene a ti, que eres hecho. Entrégale tu corazón blando y manejable y conserva la forma con que te configuró el Artífice, reteniendo en ti el agua viva […]. Pues propio es de la benignidad de Dios hacer; y propio de la naturaleza del hombre ser hecho. Si pues le ofrendas a Él lo que es tuyo, a saber, la fe en Él y la sumisión, recibirás Su arte, y serás obra perfecta de Dios». Todos, todos, todos… barro en manos del alfarero que dócilmente se deja modelar para reflejar la obra maestra de la santidad de Dios en la pequeña humanidad de sus hijos.