Además de rezar por él, porque nos lo pidió desde el primer momento y continúa reclamando nuestra oración, tenemos que dar gracias a Dios por habernos dado este nuevo Pedro, este pescador de almas tan mediático: ha convertido en audiencias millonarias la cuenta Pontifex de Twitter, es un boom en Internet, atrae multitudes a Roma, va en autobús, utiliza un vocabulario muy suyo que deja colgados a los periodistas no hispanohablantes. Y ha instaurado un clima de esperanza, alegría y optimismo que ilusiona a propios y ajenos con su estilo nuevo de apóstol de las gentes. Mucho se puede decir del primer año de pontificado del Papa Francisco. Y se dice. Todo bueno, aunque críticas solapadas no le faltan, sobre todo en rincones de la Curia e incluso en la sociedad romana. Muchos hablan de la revolución Francisco. Y es verdad: revolución, purificación, conversión son sinónimos en su caso. Es clave en este Papa: nos sabe pecadores, pero no nos quiere corruptos.
A mí me gusta destacar su continua propuesta del amor de Dios, que es lo primero de lo que nos tenemos que preocupar y ocupar. Lo que le importa es que sepamos todos, que conozcamos, que sintamos en nuestros corazones que Dios nos ama, que Dios perdona todo, que nos busca y nos espera con paciencia infinita, que es misericordioso y su bondad nos acompaña toda la vida. Y esto, a la gente le gusta que se lo digan y que se lo recuerden. Porque todos somos periferias, todos somos pecadores y estamos necesitados de misericordia.
El Papa Francisco nos ha descubierto, en estos meses, además de su amplia y bondadosa sonrisa, a lo Juan XXIII, que es un sacerdote de corazón pastoral y ardiente, al que la tradición y la memoria del pasado llevan a tener el valor de abrir nuevos espacios a Dios. No quiere que la fe se transforme en ideología. Ama al pueblo, le gusta estar con las personas, no tiene alma de ermitaño y necesita del olor a oveja. Tiene un corazón misionero, místico, muy realista, muy hijo de su tiempo, muy ignaciano, muy de opción preferencial por los pobres. Coherente, en sus palabras y hechos: los coches sencillos, la vida en Santa Marta, la cruz pectoral, el anillo del Pescador, la defensa de los pequeños y los débiles, el abrazo a los enfermos, sus llamadas telefónicas inesperadas a la gente -«no tengo móvil, ni lo quiero tener»-. Habla con claridad y sencillez del Evangelio del día, en sus homilías de Santa Marta: una sencillez profunda con palabras impactantes, provocadoras, que calan el alma. Y luego están esas fotos, conmovedoras, que dan la vuelta al mundo, de momentos especiales. Es un Papa popular, carismático, lleno de fuerza, de amor a Jesucristo, a la Virgen María, a la Iglesia, esa Iglesia, acogedora, de hospital de campaña, cuyas puertas quiere mantener abiertas, sobre todo, para los heridos de las trincheras de la vida.
Nos lo ha dicho él: para orar prefiere los Salmos, el Evangelio, recurrir a la memoria de lo que el Señor hizo y hace con él. Y, cuando explica que el mejor momento de su jornada es, al atardecer, la hora de adoración ante el Señor, aunque esté cansado, se distraiga o se adormezca. ¡Qué cercano se muestra!