«Tienen a Moisés y a los profetas»
XXVI Domingo del tiempo ordinario
Pocos grupos de personas son defendidos con tanta fuerza en la Escritura como los pobres. Aquellos que son despreciados por los hombres son siempre tenidos en gran estima por Dios. La parábola del Evangelio de este domingo sitúa como protagonista a Lázaro, quien en vida vivió echado en un portal y cubierto de llagas. Precisamente su nombre significa «Dios lo ayuda». En esta categoría de personas se pueden englobar también a los oprimidos, hambrientos, cautivos, ciegos, el huérfano o la viuda, cuya presencia abunda en la Biblia y también en el salmo responsorial de este domingo. Aunque olvidados por la gente, a menudo incluso con cierta superstición, puesto que no raramente se pensaba que su mal era un castigo de Dios por el pecado cometido por ellos o por sus padres, son objeto de la predilección divina. Frente a los indigentes se sitúan aquellos a los que Dios, por boca del profeta Amós, amenaza severamente. No se trata solo de los ricos materialmente. La primera lectura afina hasta presentar la raíz de su pecado. Por eso se refiere a «los que se sienten seguros», «confiados», «no se conmueven», describiendo una vida con todo tipo de lujos y derroches.
La indiferencia ante el pobre
La parábola que el Señor explica a los fariseos profundiza en el contraste entre el hombre rico y el mendigo, llamado Lázaro. Uno de los detalles que sobresale en el pasaje es que el Evangelio no dice el nombre del rico, ya que esto supone también una predilección y llamada de Dios a una misión concreta. Tras la muerte de ambos, se invierte la situación radicalmente, incluso de una manera más dramática que durante la vida: el mendigo es colocado en el seno de Abrahán, llevado por los ángeles, disfrutando de la gloria de Dios en un ambiente de consuelo. Por el contrario, al rico le aguardan las torturas y, hasta tres veces, se utiliza la palabra «tormento». Llegados a este punto podemos preguntarnos cuál era el pecado del hombre rico. El Evangelio no afirma aquí que esas riquezas hubieran sido obtenidas de modo injusto ni que el rico fuera ladrón. El principal drama del relato era el muro invisible, pero también infranqueable que separaba en vida al rico y al mendigo. Viviendo en una proximidad física máxima, ya que Lázaro «estaba echado en su portal», no aparece el mínimo gesto de cercanía entre ambos. Se cumple el esquema que denunciaba Amós: «no se conmueven». El pecado de este hombre no es poseer bienes materiales, sino que su seguridad y confianza en sí mismo lo convierten el alguien insensible e indiferente ante el sufrimiento de los demás; una pasividad que la parábola nos hace ver que no es hacia los pobres en general, sino ante quien puedo tener echado en el portal de mi propia casa. Escuchábamos, hace unas semanas, en la parábola del hijo pródigo, que cuando vuelve el hijo menor, al padre, que refleja cómo es Dios Padre, se le conmovieron las entrañas. En este sentido, cuando a nosotros nos afecta lo que les sucede a los demás, estamos imitando el modo de actuar del Señor. Cuando, en cambio, nos creemos autosuficientes, nos ubicamos en un plano de superioridad frente al resto. Con su vida, Jesucristo, nos ha permitido ver que siendo Dios, se ha conmovido por el hombre, sufriendo y muriendo como nosotros, como modelo máximo de solidaridad hacia los hombres.
Saber reconocer el sufrimiento de los demás
No es sencillo a veces reconocer nuestra frialdad ante el dolor ajeno. Tampoco debemos esperar fenómenos extraordinarios que nos lo manifiesten. Cuando el rico de la parábola es llevado al infierno, le pide a Abrahán avisar a su familia para que se conviertan. La respuesta del patriarca es que escuchen a Moisés y a los profetas, es decir la Palabra de Dios, ya que «Moisés y los profetas» era el modo de referirse a la Escritura revelada por Dios a los hombres. Los fenómenos extraordinarios podrán producir admiración o sorpresa, pero solo la acción silenciosa de la Palabra en nuestra vida provocará la verdadera conversión del corazón.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: «Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”. Él dijo: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también vengan ellos a este lugar de tormento”. Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Pero él le dijo: “No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”. Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».