Confieso que las risas enlatadas han sido un peaje que más de una vez no he estado dispuesto a pagar para ver una serie. Aquellas inolvidables Chicas de oro o aquellos amigos de Friends. Por eso es de agradecer que, entre las genialidades cáusticas de Ricky Gervais, se encuentre la de convertir las risas enlatadas en silencios al natural. El silencio con todo su peso, que incomoda hasta límites insoportables. Vean si no la magnífica The Office, una serie norteamericana de nueve temporadas y nada menos que 188 capítulos, de unos 25 minutos de duración cada uno. Está basada en la serie británica que ideó Gervais. La forma cambia, pero el fondo es el mismo: la historia de un puñado de personajes que pasan sus horas en un dolce far niente, expertos en jugar al solitario, oficinistas que ante una suerte de falso documental rompen la cuarta pared y le cuentan sus miserias a la cámara. Gente corriente, en el peor sentido de la palabra, burócratas que dan vergüenza ajena, con los que nos reímos y al tiempo nos preguntamos de qué nos estamos riendo.
Con un tono de comedia mordaz, en ocasiones algo grosera, The Office es un espejo cóncavo. Si uno entra en la clave de humor que plantea, disfrutará de una incómoda observación, porque, aun en las exageraciones arquetípicas de los personajes, puede que se vea reflejado. La vulnerabilidad es universal.
No es para menores ni para verla en familia, pero, en el absurdo de su propuesta de situación, hay rastros de una humanidad herida que pueden ser rescatados. Si se animan, véanla en versión original y disfruten, entre otros, de un inconmensurable Steve Carell, merecidísimo Globo de Oro por su papel de Michael Scott, el excéntrico jefe del microcosmos que es esta oficina, capaz de reunir, con gracia, las características del trabajo que uno nunca quisiera tener.