Este enésimo apocalipsis distópico es, sin duda, uno de los estrenos más esperados del año. He de confesar que, al no ser yo muy gamer y estar basada la serie en el famoso videojuego, la cogí con cierto recelo. Me equivoqué. The last of us (HBO Max) merece la pena. Entiendo su pereza si les digo que además la cosa va de virus, de epidemias, de sociedades futuras indeseables y de que todo esto que conocemos va a quedar como un solar, pero lo cierto es que, en ocho episodios, se combina con notable acierto el desolador paraje exterior con un drama interior que pone el acento en una relación entre padre e hija que por sí sola ya compensa la serie.
La duración de los capítulos es muy irregular, hay alguno que casi llega a la hora y media. Por lo demás, esta historia de supervivencia no es apta para quienes esperen otro relato al uso ante un fin del mundo que a todos nos acongoja. Hay dureza y hay violencia, pero hay también la suficiente tensión y riqueza en los personajes para que seamos capaces de atisbar algo de luz antes, durante y después del túnel. Por ponerle algún pero, la serie va de más a menos (quizá alcanza su culmen en el tercer capítulo), paga algún peaje de corrección política y resulta inevitable que, ante tantas distopías que llenan las plataformas, aparezca una cierta predisposición del espectador a la desesperanza, al hartazgo y a la sutil legitimación del presente que todo relato de este tipo trae consigo.
Ya está firmada la segunda temporada. Si a pesar de todas las sombras —que existen—, me hacen caso y se zambullen en el desastre, aprovechen para pensar qué nos está quedando de verdaderamente humano ahora que en el horizonte real se atisba la posibilidad de que, tal vez un día, conozcamos a los últimos de los nuestros. Pensemos en el porqué de tanta insistencia en que este mundo no nos acaba de hacer justicia y que, por lo tanto, irremediablemente, necesita otro. Otro mundo que, claro está, en la imaginación de los autores de ficción no siempre va a ser ni la tierra ni el cielo prometidos.