Se observa en las últimas décadas una desenfrenada carrera por crear un lenguaje distorsionador de la realidad humana, que incide en la transmutación de principios morales que vertebraban nuestra civilización, al tiempo que alimenta la polarización del debate público. Bajo su apariencia de lenguaje liberador, emancipador y progresista, se encubre la patente realidad de nuevas formas de dominio y sumisión, que, si bien parecen aumentar el margen de maniobra individual, hacen decrecer la densidad de la libertad espiritual y moral de las personas, en particular respecto del poder político.
Así, por ejemplo, en los últimos años se ha pretendido generalizar la expresión freedom from religion (libertad frente a la religión) para enfatizar al derecho de los no creyentes a no poseer religión alguna, algo ya protegido bajo la libertad religiosa (freedom of religion), que incluye el derecho a poseer o no una religión. Sin embargo, la expresión freedom from religion no solo no tiene base en el derecho internacional de los derechos humanos (que habla solo de libertad de pensamiento, conciencia y religión), sino que constituye una forma prejuiciosa y peyorativa de entender tal libertad, al considerar que la religión es un obstáculo para ser libre, una forma de esclavitud o servidumbre de la que solo a través del ateísmo (o más en general, la increencia religiosa) podría uno liberarse y garantizar así su propia libertad. Esta expresión despectiva hacia la religión es ajena al lenguaje de los derechos humanos, y, sin embargo, se está generalizando por obra de importantes agentes que la impulsan, como el actual relator de Naciones Unidas de libertad religiosa. ¿Resultaría acaso aceptable la promoción de la expresión freedom from atheism (libertad frente al ateísmo) en el contexto internacional de la defensa institucional de los derechos humanos? La pretensión de calificar a la religión como un obstáculo a la libertad humana y promover un malsano laicismo en el espacio público es evidente en el uso de la citada expresión, que debe ser rechazada con vigor.
Otro ejemplo podría ser el término género, víricamente generalizado (incluso a golpe de BOE y de subsidios del Estado), obviando su incorrección en español, como bien ha señalado la Real Academia de la Lengua. La palabra género no es, simplemente, una nueva forma más moderna de llamar al sexo, sino que constituye un paradigma que pretende enmarcar la vida intelectual, moral, cultural, social y política de las personas y comunidades. Es un término troyano que introduce una nueva antropología, y resulta arriesgado, por ello, usar el término sin, al mismo tiempo, impulsar directa o indirectamente el cambio de comprensión sobre qué es ser varón o mujer. La evidencia milenaria sobre la condición sexuada del hombre, acertada expresión de Julián Marías, ha dado paso a la significativa respuesta (propia de la posmodernidad intelectualmente líquida) que daba recientemente la candidata al Tribunal Supremo norteamericano, Ketanji Brown Jackson, en una audiencia ante el Senado para su confirmación al puesto, en la que, ante la pregunta «defina usted qué es una mujer» respondió: «No puedo; no soy bióloga». Pero, ¿es que, acaso, solo los científicos son capaces o tienen competencia para identificar a una mujer o a un varón?
Otra forma de revolución lingüística (y conceptual) con enormes consecuencias prácticas es el abandono de la palabra familia o su reconfiguración como entidad basada en el libre deseo y no en la naturaleza humana. En una reciente reunión internacional de organizaciones de la sociedad civil dedicadas a la migración en el contexto de la cumbre UE-Unión Africana, que elaboraba una declaración conjunta, uno de los intervinientes propuso acompañar a la frase «migrantes y refugiados» la expresión «y sus familias». La propuesta fue rechazada. El término familia no es un significante más, sino un paradigma, un modelo de comprensión de la realidad humana y social. La intelección de la sociedad como mera suma de individuos no es compatible con la consideración de la familia como «elemento natural y fundamental de la sociedad» (Declaración Universal de los Derechos Humanos). Por ello, cuando no se obvia, en el lenguaje político se opta por hablar de familias o modelos familiares, como si existieran tantas como preferencias individuales, sin necesaria vinculación con la unión monógama entre un varón y una mujer y la realidad paternofilial que deriva de ella. O, si acaso, se etiqueta como familia tradicional, dando a entender que se trata de una vetusta, estereotipada e indeseable forma de organización social a superar.
No obstante, hay casos en los que ciertas nuevas expresiones han servido para reforzar principios éticos fundamentales acordes con la naturaleza humana. Así, el debate público en el Parlamento Europeo sobre los úteros de alquiler (indebidamente llamada maternidad subrogada) cambió radicalmente tras aprobarse en 2011 una resolución que calificaba tal práctica como «explotación reproductiva». Colocarla junto a la explotación sexual y a la laboral (formas más comunes de trata de personas) modificó sustancialmente la perspectiva para su valoración, reduciéndola a una forma más de explotación del ser humano. De poco sirvió el intento de distinguir entre la maternidad subrogada gratuita (también llamada altruista), dado que, en la mayoría de los casos, las mujeres en situaciones económicas vulnerables se ven atraídas por las compensaciones aparejadas, lo que hace tal distinción algo difusa. El rechazo que produce la explotación humana fue una exitosa palanca terminológica para abrir el camino a la prohibición (o limitación) de la subrogación en el ámbito reproductivo.
No ha de extrañar la obstinación de quienes quieren dominar (y someter) la sociedad creando un nuevo lenguaje, artificioso y en ocasiones hasta ridículo. Aceptar ese lenguaje supone someterse a sus implícitos morales y promover agendas poco acordes con una recta compresión de la libertad humana, que solo puede potenciarse si se atiende a las exigencias y orientaciones de su propia naturaleza. Preservar el lenguaje es preservar la libertad: tolerar su adulteración nos encamina a la servidumbre.