Teresa, doctora de la Iglesia - Alfa y Omega

El carisma de los doctores de la Iglesia se trata de un carisma pedagógico que se basa en un conocimiento de las cosas divinas, y se acerca al conocimiento profético que se puede otorgar a hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, educados en las ciencias seculares o sencillos creyentes. La Iglesia estaba convencida de esto desde el principio, porque ya relata la profecía de Joel: «Tus hijos e hijas serán profetas». Hildegarda de Bingen era conocida como «profetisa teutónica» durante su vida; Pío II, que canonizó a santa Catalina de Siena, confirmó su «espíritu profético»; Gregorio XV comparó a Teresa con la profetisa Débora, y Juan Pablo II asignó a Teresa de Lisieux el carisma de la sabiduría, en la que el Espíritu Santo produce una comprensión más profunda de las Sagradas Escrituras y del misterio del amor de Dios. Estas cuatro mujeres cumplen con el criterio de decir algo que tenía que decirse, y no solo entonces, en su propio tiempo, sino también ahora. Y como la mayoría de los profetas [reales], su enseñanza es transversal. Las cuatro mujeres –y no solo estas, sino también algunas otras místicas–, muestran una comprensión extraordinariamente profunda y viva de la Iglesia: no una comprensión teórica de la misión y el origen de la Iglesia, de sus oficios y sacramentos, sino una comprensión desde la experiencia. No aprendieron eclesiología, sino que captaron el misterio de esta realidad desde su pertenencia a la Iglesia.

«¿Cuáles de nuestros problemas se resuelve con la declaración de santa Teresa de Jesús como doctora de la Iglesia?», dijo Pablo VI cuando se le pidió que la nombrara. O dicho de otra manera, ¿qué tiene de profética la enseñanza de Teresa? ¿Qué luz arroja su enseñanza a la tiniebla de nuestras preguntas? Teresa es unánimemente alabada como magistra orationis (así la definieron Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI), porque los secretos de los que habla la enseñanza de Teresa son los secretos de la oración. Teresa tuvo la capacidad de hablar de esto desde su propia experiencia, y fue la responsable de enseñárselo a sus hermanas. Por eso ha sido y es «madre y maestra».

El mensaje de Teresa llega a nosotros, los miembros de la Iglesia, mientras luchamos por la renovación de la oración litúrgica; llega a nosotros, que somos tentados por el ruido y las grandes impresiones del mundo exterior, que queremos alejarnos de los tesoros de la vida interior. Nosotros, que somos hijos de nuestro tiempo, no solo abandonamos la conversación regular con Dios, sino que también perdemos el sentido de la necesidad de adorarlo e invocarlo. A nosotros se nos ha mostrado, a través de métodos psicoanalíticos, lo frágiles y complicados que somos; por eso el foco ahora no está en el sufrimiento de las personas y su salvación, sino en el subconsciente animal y en el grito de pasiones no integradas y miedos desesperados.

En esta situación resurge el mensaje de Teresa, sublime y sencillo a la vez: nos pide que prestemos atención a «qué grandes hazañas obra Dios en el alma cuando prepara a las personas para que guarden voluntariamente la oración interior […]; porque a mis ojos la oración interior no es más que quedarse con un amigo con el que muchas veces nos encontramos a solas, simplemente para estar con Él, porque sabemos con certeza que nos ama».

La carmelita Waltraud Herbstrith afirmó con razón que Pablo VI, cuando nombró a Teresa como nueva doctora de la Iglesia, probablemente pensó menos en la «igualdad de género» que en recomendar el mensaje de Teresa como respuesta a la «extensa incapacidad del hombre moderno para hablar con Dios».