En las últimas semanas he recibido multitud de consultas relacionadas con las vacunas de la COVID-19. Hay mucho miedo a los famosos trombos. Los medios de comunicación y nuestra clase dirigente son, en gran parte, los culpables de este temor irracional. Si lo comparemos con otros riesgos que asumimos en nuestro día a día es algo muy anecdótico. Por ejemplo, la probabilidad de morir por un accidente doméstico es de uno de cada 150 (resbalones en la ducha, fuego en la casa, etcétera). Y no por eso nadie deja de tener gas, electricidad o una ducha en su domicilio. Además, padecer la COVID-19 supone un riesgo muy aumentado de tener una trombosis. Por lo que, evitando el contagio por el coronavirus con una vacuna, también prevenimos ese peligro. A todos les digo lo mismo: yo, sin lugar a duda, me la pondría. Los beneficios son muy superiores a los perjuicios.
Recientemente ingresó un paciente de 85 años por una insuficiencia cardíaca que le hizo entrar en una insuficiencia respiratoria y precisaba oxígeno suplementario. Respondió muy bien al tratamiento y, tras varios días de estancia hospitalaria, preparé su alta. Cuando le estaba explicando el plan terapéutico en domicilio y demás cuidados, le pregunté si estaba vacunado. Me respondió que él no se iba a vacunar porque tenía mucha fe en Dios. Estaba seguro de que igual que le había protegido en otras situaciones, ahora también le preservaría de enfermar por la COVID-19. No era la primera vez que me encontraba con un argumento similar, que como creyente no deja de sorprenderme. Le conté el viejo cuento del hombre que se estaba ahogando, llegaron dos barcos para prestarle ayuda y él los rechazó pensando que Dios le salvaría. Al morir y llegar al cielo le preguntó a Dios porque no le había salvado, a lo que le respondió: «Te envié dos barcos para hacerlo». Del mismo modo, durante su ingreso Dios se había servido de mí y del resto del personal que le había cuidado para que pudiera recuperarse y volver a casa. Se quedó pensativo. Así que proseguí con mi argumento: el Papa Francisco seguro que no duda del amor de Dios, y él mismo se había vacunado. Le conté lo que un amigo muy querido (fallecido hace un año por este maldito virus) decía de forma frecuente: «Hay que poner todos los medios humanos como si no existiesen los sobrenaturales y viceversa, hay que poner todos los medios sobrenaturales como si no existieran los humanos».