Suicidio, biología y sociedad - Alfa y Omega

La muerte de Verónica Forqué ha traído de nuevo a escena el problema del suicidio, que según Albert Camus es «el único problema filosófico verdaderamente serio». Dentro de la tragedia, es una buena noticia que los medios de comunicación hayan rasgado poco a poco la cortina que ocultaba un fenómeno que se cobra 700.000 vidas al año en todo el mundo. En general, los periodistas están tratando con rigor y delicadeza las coberturas informativas de los suicidios, aunque siempre hay quienes, por error o afán de morbo, revelan detalles que nada aportan. Cabe felicitarse de que una potente agencia de noticias rectificara sus primeras informaciones sobre la muerte de Forqué, en las que describía el método escogido para poner fin a su vida.

Aunque es tentador tirar del hilo filosófico de Camus y abordar el suicidio como un reto existencial, hay que contar siempre con las aportaciones de la medicina a la salud mental: psicología, psiquiatría, neurología, nutrición… Solo así ha sido posible considerar el suicidio, en muchos casos, como una consecuencia de la enfermedad (depresión, trastorno bipolar, esquizofrenia…) y no como un acto libérrimo que hasta hace poco merecía la condena moral de la Iglesia: el Código de Derecho Canónico de 1983 dejó de clasificar a los suicidas entre «los demás pecadores manifiestos, a quienes no pueden concederse las exequias eclesiásticas sin escándalo público de los fieles».

Esto tampoco significa que solo quepa analizar la conducta suicida desde la biología. En Por qué dar la vida a un mortal (Rialp, 2020), el filósofo Fabrice Hadjadj señala que cualquier vida «está ligada a otras vidas, las de su familia, de su pueblo, de su país», y que, por lo tanto, el suicida «no es posible que se golpee a sí mismo sin golpear también a aquellos que están a él ligados, empezando por sus seres queridos». Ello no implica, según Hadjadj, agravar la culpa del fallecido, sino entender el suicidio como un problema de doble dirección en el que la sociedad también tiene su responsabilidad, sobre todo en los países desarrollados, contagiados por los virus del materialismo y el ensimismamiento: «Sin una misión radical, sin una vocación sobre una llamada que no viene de este mundo y que confiere a las cosas un valor eterno, el disgusto hacia la vida no deja de infiltrarse entre nuestras carcajadas promocionales y en nuestras diversiones espectaculares».