Sophie Scholl, el coraje cristiano - Alfa y Omega

Al comienzo de La tierra baldía, T. S. Eliot, uno de los mejores poetas del siglo XX, hablaba de la irrupción de la primavera «criando lilas en la tierra muerta, mezclando memoria y deseo». El hombre es la única criatura capaz de recordar, de imaginar el futuro y revivir el pasado, tensando el tiempo y convirtiéndolo en conmemoración. Del ayer vencido, entre sucesos inmóviles en el olvido, alzamos el episodio ejemplar, el momento decisivo en que el paso rutinario de los días mereció llamarse Historia.

El filósofo Walter Benjamin distinguía entre el tiempo vacío e inerte y el verdadero tiempo de los hombres, que nos conmueve al reiterar, en una fecha que sobresale entre todas, los fundamentos de nuestra cultura. Hace un siglo, en plena primavera de 1921, nació Sophie Scholl dentro de una familia alemana de profundas certidumbres cristianas vividas en la religión luterana que le llevaron al sacrificio rotundo de la muerte, víctima de aquella brutalidad que abatió los recursos físicos y morales de la Europa que hasta entonces había sido el espacio supremo de la civilización.

«Y la piadosa Rosa Blanca / con su cascada de rizos dorados / quiere pagar toda la culpa / lo que te queda, Rosa Blanca / dalo a los pobres o sacrifícalo. / ¡Ve en nombre de Dios!». Estos versos del poeta romántico alemán Brentano inspiraron el nombre del pequeño grupo cristiano de resistencia al nazismo conocido como la Rosa Blanca, que difundió sus consignas bajo la forma de panfletos, y en el que militaron fervorosamente los hermanos Hans y Sophie Scholl. Fueron la conciencia angustiada de Europa, el testimonio de una fe coherente con la libertad proclamada en el Evangelio, el grito dolorido de un país ante el expolio de una tradición que dejó a toda una civilización sin los medios espirituales para comprenderse a sí misma y proteger sus principios.

En Los panfletos de la Rosa Blanca se ahonda en las sinrazones de aquella catástrofe en la que el sueño de la revolución creó la pesadilla del totalitarismo, envuelto en los rituales macabros del culto a la violencia, en la que los hombres fueron reducidos a ceniza y en los tramos finales de un proceso criminal, amontonados en posturas indefensas, en miradas depuestas y bocas vacías. Pura materia mortal, hacinada en los reductos últimos de la barbarie con rostro humano, en lo más hondo del invierno del sigo XX. Pura existencia sin causa, descomponiéndose sin dignidad en los recintos postreros de una visión del mundo en la que Dios sobraba.

No «provocó olas»

Cuando Sophie Scholl escribió el último panfleto sabía que el nazismo había conseguido la adhesión de la mayoría de los alemanes, fervorosos unos, embrutecidos, inhibidos, consentidores o complacientes otros, víctimas todos ellos de un colectivo envenenamiento moral. Sabía desde siempre que la lucha exigía sacrificios y estaba segura de que valía más perder la vida que las razones de vivir. Por ello, no debió de extrañarle que tras lanzar octavillas contra el Gobierno hitleriano por los pasillos de la Universidad de Múnich fuera detenida junto con su hermano, juzgada inmediatamente por alta traición y guillotinados ambos en febrero de 1943. Al comunicarse la noticia a sus compañeros de facultad, estos prorrumpieron en aplausos despiadados a favor del régimen, a pesar de las esperanzas de Sophie Scholl, quien creía que su sacrificio provocaría un levantamiento. Ella, tan amante del agua, se había equivocado al predecir que su resistencia «provocará olas». Por la película de Marc Rothermund Sophie Scholl, los últimos días, nos damos cuenta en seguida de que la joven estudiante, menuda y poco llamativa, pero de una enorme personalidad, sacó fuerzas redobladas de su compromiso humano y religioso, de su idea cristiana del mundo, para encarar el cruel trance final.

Vivimos tiempos preñados de amenazas y no es la menor de ellas la languidez cultural, la indolencia del pensamiento, el nihilismo y el despojo creciente de una civilización cimentada en la igualdad, la libertad y la fraternidad proclamadas por el cristianismo, de cuya universal doctrina afloraron los propósitos humanistas, ilustrados, liberales y democráticos de la época contemporánea. Harían bien los promotores de un laicismo anticristiano, tan charlatanes e inquisitoriales, en abandonar su patetismo hueco e ilustrarse un poco más en lo que los seguidores de Jesús han alcanzado en la conquista y defensa de los derechos humanos a lo largo de los siglos. Deben saber que en casi todas las ciudades alemanas alguna escuela honra con su denominación a los hermanos Scholl y que Hans y Sophie están presentes en las calles y plazas del país. Y todos deberíamos recordar, como escribió Chesterton, que nuestra cultura es perfectamente capaz de suicidarse, bastándole con desdeñar su estirpe cristiana y con advertir a las generaciones venideras de la invalidez de la razón frente a la furia desbocada de los sentimientos.