La semana pasada estuve en Roma rezando ante Benedicto XVI. La Iglesia celebró diversos actos funerarios por el eterno descanso del Santo Padre y, con un amigo, me embarqué hacia Roma. Las ganas no podían ser mayores, puesto que Benedicto XVI fue el Papa de nuestra niñez y Roma es la ciudad más bonita del mundo. No negaré que los Reyes Magos —a través del paje Antonio O’Mullony— me hicieron un regalo por adelantado, pero la intensidad de aquellas jornadas, las calles tristes de Roma, el desfile de cardenales encorvados, fueron calando en mí como lluvia fina. Rezar frente a un Papa muerto es una suerte, sí, pero también una desgracia, pues todos hubiésemos preferido acompañar el vivo cuerpo de Benedicto con una cerveza, tocando el piano o recitando un poema de Goethe. Y yo estaba triste, no lo negaré. E imagino que todos los peregrinos que rezaban bajo el baldaquino lo estaban también.
Inmerso en este sentimiento, pensé en aquel momento, con las miles de personas que me acompañaban en la cola —con una mano en el móvil y la otra en el rosario—, con el cardenal Cañizares hundido en el banco de prelados que iban a rezar, con la cara de abatimiento de Gänswein y el cansancio evidente de Matteo Bruni, que la pérdida de la Iglesia sería irreparable, que la pena de ver un Papa muerto, como quien ve, qué sé yo, un sagrario vacío, duraría demasiado en la Iglesia. Titubeé en dudas como todos los presentes, en un balanceo de tristeza eclesial. Derramamos lágrimas. Y Roma parecía derramarlas también encapotando su cielo. Hacía frío, mucho frío.
Sé ahora, sin embargo, que me equivoqué. Salí de San Pedro algo turbado, claro, pero en el funeral del día 5, a pesar del gélido enero romano, nuestros corazones ardían. Sursum corda. Algunas monjas cantaban, otras rezaban arrodilladas y numerosos jóvenes proclamaban con alegría la santidad de Benedicto. «Santo subito!», escuché al atravesar la plaza, y no podíamos más que aplaudir. Redoblaban las campanas, sonaron tambores bávaros. Y nuestra tristeza se manifestó en aquel momento en forma de sonrisa, y nuestra expresión facial —solo había que mirar a los lados o escuchar con los ojos cerrados el estruendo de la catolicidad— subió a los cielos casi como una plegaria de agradecimiento.
Providencialmente, siempre es de esta forma, leí hace unos días un diálogo de Sonrisas y lágrimas y me acuerdo de aquellos días en Roma, hace apenas una semana. Sor Margherita, preguntada por otra hermana sobre sus dudas de fe, responde con impresionante ingenio: «Siempre procuro conservar la fe en mis dudas, hermana. La lana de las ovejas negras también abriga». Y pienso, claro está, que nuestra aparente tristeza, nuestras lágrimas en forma de sonrisa y viceversa, fueron la lana titubeante de las ovejas negras, que «también abriga». Los que fuimos a Roma bailamos en el trapecio de las sonrisas y las lágrimas, es cierto. Pero la lana de las ovejas negras —aquel día, nuestra tristeza— también terminó por abrigarnos.
Quizás sería en el último momento de mi viaje a Roma cuando entendí que aquello era una fiesta. Que a Benedicto lo recibían con los brazos abiertos, que nos prepara desde entonces, con todos los santos, para el banquete eterno y que el mejor modo de rezar por su alma sería con la alegría. De hecho, si se fijan en el comienzo del artículo, de forma inconsciente he escrito «celebró». Porque la Iglesia celebró la pasada semana la inmensa gran alegría de ganar un santo. Y eso, más que lágrimas, siempre merece nuestra sonrisa.