Decía Borges que el arte debía ser como el río que bañó a Heráclito, «que pasa y queda y es cristal de uno mismo». Es con arte que el artista se alcanza, y solo con más arte que avanza y nos hace avanzar. Obra y artífice solo se explican por medios artísticos: «el único mandamiento del escritor —dice Ignacio Peyró— es no explicarse, no hacer metaliteratura». Por eso este madrileño, con su último libro, Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011) —publicado por Asteroide—, nos ha mostrado que su obra como articulista no era una máscara detrás de la cual encontraríamos a la persona; tras su literatura hay más literatura, para quien vida y obra dicen ya lo mismo: «Queremos escribir para dar forma a algo y al final es la propia escritura la que nos da forma a nosotros».
Los escritos deben sucederse: el arte necesita pasar para poder quedar hollando las orillas. Porque «la vida es una narrativa y no un álbum de anécdotas», donde lo «que más se aprecian son cosas de fondo: el tiempo y la familia, los lugares donde hemos vivido…». Sobre todo el tiempo, donde todo confluye. En esos años de (estómago de) hierro, los progresos vitales «en un mundo irreversible» se maridan con vertiginosos gaudeamus para mitigar la indigestión de la temporalidad. Entre copas de vino que «detienen el tiempo» y dan «brillo de domingo a un miércoles» y «cocinas de la memoria», hacía del ocio un absoluto: «No tener nada que hacer. La percepción indolora del tiempo». Porque «hay algo en el yo vacacional prendido del mito de la eterna adolescencia».
Con todo, el tiempo pasaba y quedaba, y el ardor de estómago hubo de hacerse para él «un maestro de vida». Estoicamente comenzó a advertir que «somos más sabios cuanto más pertenecemos al tiempo» y se hizo «conservador hasta para ser conservador». Dedicará horas a la traducción, que «exigirá siempre el recogimiento y la concentración del tiempo continuo», porque es la totalidad del tiempo la que de él se ha adueñado. Con la mirada puesta en los extremos, será siempre extemporáneo de su presente «noño», «cursi» y «pastoso»: «Generación ingrata, esta la mía, sin otro propósito que derribar lo que construyeron nuestros padres». El presente se ha hecho literalmente inhabitable, donde «la mayor enfermedad del siglo XX [es] el hormigón armado». La modernidad es culpable de «haber creado una arquitectura solo capaz de degradarse, no de envejecer, como un mundo abandonado de noblezas». Donde los antiguos Atilas destruían, «mucho más listos, los Atilas contemporáneos saben que construir causa un daño mucho más irrevocable». Incapaz de envejecer, su mundo vive una «muerte de diseño».
Por eso él buscará la plenitud del tiempo con una literatura de catenaccio, porque «lo más honesto que puede hacer un escritor no es reflejar su época, sino ir en contra de ella». No pretende su escritura otra cosa que «un bel envejecer» capaz de «honrar toda una vida»: logrará así «perder el exceso de autoconciencia», haciendo pasar la juventud con cada escrito, sometiéndose «a la humillación de escribir de joven para ver si escribimos bien de viejos»; donde «la vanidad sería no escribir». Solo en sus ruinas aparece el autor. Por ello, tras el pretérito de una juventud perdida en Comimos y bebimos, se abre al futuro irresuelto en este Ya sentarás cabeza: «Sobre todo era joven, cosa que –a punto de cumplir los 40– ya no soy. No lo digo con melancolía, porque el río de entonces […] sigue estando dentro de nosotros». Arte y artista, obra y vida, son manifestaciones del mismo concepto. «Heráclito inconstante, que es el mismo», culminaba Borges, «y es otro, como el río interminable».
Ignacio Peyró
Libros del Asteroide
2020
576
24,95 €