Algunos viandantes sacaban el móvil para grabar, quién sabe si un día ese vídeo en el teléfono pueda recordarles que en la parroquia de su barrio hay un pueblo que camina unido, con las puertas abiertas de par en par para ellos. Otros, semiescondidos detrás de las ventanas, observaban el flujo de peregrinos que habían cortado temporalmente las calles de la vecindad de ciudad dormitorio en la que nunca pasa nada. Había quien se santiguaba al paso de Cristo rodeado de olivos y otros que miraban entre sorprendidos y confusos mientras tomaban el vermú de la mañana. El Domingo de Ramos el pueblo de Dios de mi parroquia, en Alcorcón, caminó, cantó, rezó unido hacia los umbrales de Jerusalén. Con sencillez niños, jóvenes, adultos, ancianos, nos acompañábamos con la conciencia de ser una gran familia que no solo celebraba el pórtico de la Semana Santa, sino que hacía muestra pública de ello, orgullosos de acompañar a Jesús en su camino al Gólgota para morir y resucitar con Él. Qué importante es no acostumbrarse a los regalos del Señor, que cada día hace nuevas todas las cosas. El domingo rezamos por todos los sufrimientos detrás de cada balcón. Dios sabe si en el momento preciso.