La palabra ministro —y bajo esta expresión hay que considerar a todos aquellos que detentan algún poder público— deriva del latín y significa servidor. Por lo tanto, a la hora de pensar cómo se ejerce la autoridad en los diversos ámbitos de la sociedad civil, hay que tener esa referencia. Se trata de un servicio que está obligado a respetar los derechos fundamentales del hombre, una justa jerarquía de los valores, las leyes, la justicia distributiva y el principio de subsidiariedad.
Una persona que pasaba unos días de descanso en Suiza me decía que los funcionarios de ese país tienen muy claro que su función es la de servir, lo que hace que el ciudadano no tenga miedo de enfrentarse a la Administración pública y, al mismo tiempo, valora y respeta el trabajo del funcionario que intenta ayudarle. Cada uno, en el ejercicio de la autoridad, debe buscar el interés de la comunidad antes que el propio —lo que se llama bien común—.
Pero en toda relación humana hay contrapartida; por tanto, los ciudadanos tienen también unos deberes en relación a las autoridades civiles: han de considerar a sus superiores como representantes de Dios —así lo recuerda el Compendio del catecismo de la Iglesia católica—, ofreciéndoles una colaboración leal para el buen funcionamiento de la vida pública y social. Esto conlleva el amor y el servicio de la patria, el derecho y el deber de voto, el pago de los impuestos, la defensa del país y el derecho a una crítica constructiva.
Todo ello implica también la obligación de no obedecer en conciencia cuando las leyes de las autoridades civiles se oponen a las exigencias del orden moral: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», nos recuerdan los Hechos de los Apóstoles. Y ello es especialmente grave si esas leyes van en contra de la vida humana, desde la concepción hasta su fin natural.
Se trata de una doctrina de ley natural que también nos recuerda el Nuevo Testamento. Lo que hace falta es que todos, unos y otros, la vivamos responsablemente.