¡Señor mío y Dios mío! - Alfa y Omega

¡Señor mío y Dios mío!

Miércoles. Santo Tomás, apóstol / Juan 20, 24‐29

Carlos Pérez Laporta
'Incredulidad de Santo Tomás'. Salviati. Museo del Louvre, París
Incredulidad de Santo Tomás. Salviati. Museo del Louvre, París. Foto: Lawrence OP.

Evangelio: Juan 20, 24‐29

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:

«Hemos visto al Señor».

Pero él les contestó:

«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:

«Paz a vosotros».

Luego dijo a Tomás:

«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás:

«¡Señor mío y Dios mío!».

Jesús le dijo:

«¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto».

Comentario

«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Tomás quiso poner una condición para su fe. De ahí los reproches de Jesús. Desde entonces ha quedado para nosotros como ejemplo de fe incompleta e imperfecta: pedir pruebas y signos parece impropio y ajeno a la fe.

Y es cierto que en última instancia la fe exige ese acto de confianza que no puede pedir nada a cambio. Pero comprenderla como un acto ciego es equivocado. De no querer mostrar ningún signo, Jesús resucitado ni tan siquiera se hubiera aparecido. La fe siempre se apoya en signos que, aunque no llegan a demostrar lo que se cree, al menos hacen razonable creerlo. La fe no es un salto ciego sino que es, desde un punto de vista humano, la confianza personal en Dios que se ha mostrado de forma suficiente como para ganarse nuestra confianza. Desde este punto de vista, de hecho, la fe es un don porque la causa el mismo Dios al revelarse y mostrarse a través de esos signos.

Por tanto, el problema aquí de Tomás no está en la exigencia de signos, sino en el desprecio del signo de la fe de los apóstoles. En los albores del nacimiento de la Iglesia Cristo quiso mostrarse como signo en la comunidad de los que creían en Él. La fe debía nacer sobre todo del signo que eran unos hombres que vivían como si Jesús hubiera resucitado, con todas las alteraciones de la vida que eso supone. Porque quien ha conocido al Resucitado vive como un resucitado. «Bienaventurados los que crean sin haber visto».