Séneca, en los confines del cristianismo - Alfa y Omega

«Todo lo que no es tradición es plagio». En la fachada del Casón del Buen Retiro de Madrid se reproduce esta frase de Eugenio D’Ors, escrita primeramente en catalán, para señalar que, sin contar con la tradición, no cabe la verdadera originalidad. La filosofía más en boga hoy, el nuevo estoicismo, no es en absoluto una recién llegada: 23 siglos acreditan un pensamiento que predica la moderación y aconseja atemperar los deseos. ¿Por qué está de moda la doctrina estoica? Nos lo preguntamos en un mundo que busca incansablemente el placer y que se ha acostumbrado a los excesos y a la continua creación de nuevas necesidades. La ineficacia de los sistemas religiosos tradicionales y la soberbia de una ciencia incapaz de ofrecer respuestas a las grandes preguntas existenciales han generado, sobre todo en la gente más joven, el ansia de abrazar una filosofía que ayude a mantener la mente tranquila y prevenir las perturbaciones de un mundo convulso. Lo que no depende de nosotros solo ocasiona inquietud inútil que trastorna nuestra estado natural y no nos proporciona nada positivo.

Frente al movimiento de los nuevos ateos, han surgido intelectuales empapados de cultura clásica y conciencia moral que exploran el interior humano para refrenar las emociones y ajustarlas a la realidad, separándose de las cosas materiales que no son controlables. Quien no se embriaga con los sucesos favorables tampoco se derrumba con las desgracias.

Un filósofo español, Séneca, encabeza por su popularidad el elenco del pensamiento estoico universal, siendo celebrada su obra en los escritos de los sabios occidentales más influyentes. Tertuliano, san Jerónimo y san Agustín capitanean desde los primeros siglos de nuestra era el tropel de admiradores del escritor cordobés, cuya doctrina, en algunos aspectos, pensaban que podía ser compatible con la religión cristiana. Decía Epicuro que el sabio no debe entrar en política a no ser que suceda algo. Y Zenón, el estoico, afirmaba que ha de participar a no ser que algo se lo impida. Educado para el ejercicio de la vida pública, Séneca abrazó la segunda vía. Cuando cayó en desgracia ante los ojos del emperador Claudio y se vio obligado a abandonar hogar y familia camino de Córcega, tenía cerca de 40 años y había llegado a ser en Roma todo cuanto un hijo de una familia originaria de Hispania, no patricia, podía llegar a alcanzar. Sus discursos habían creado escuela, sus escritos corrían en copias de mano en mano, su voz resonaba con fuerza en el Senado. Alejado de la metrópoli por la fuerza, Séneca aprovechó la soledad del destierro para volver la mirada hacia sí mismo y, dirigiendo sus pasos hacia los grandes maestros estoicos, convirtió los ocho años de exilio en otros tantos de estudio y escritura.

«Importa, más que el sitio, la disposición con que te acercas a él; de ahí que no debamos aficionar nuestra alma a ningún lugar», escribió Séneca cuando sus ojos no contemplaban la risueña campiña que se extendía a las afueras de Roma, y se abismaban en el cielo azul y profundo de Córcega. Hoy la isla es un paraíso del turismo, pero en aquel entonces era un lugar de destierro y desgracia, un rincón olvidado por los placeres de la civilización, una roca escarpada y desnuda, parca en cultivos y alimentos. Su vida, más que nunca, se parece allí a la de los filósofos y políticos que pone como ejemplos morales en sus cartas y tratados. Sí, hay que imaginarse a Séneca activo, feliz, tal y como él mismo se dibuja en sus palabras, posando para la eternidad: «¿No está todo bien si el hombre se ve con complacencia y si la tranquilidad habita en el fondo de su corazón?».

Hay días, sin embargo, en los que la angustia hace presa en su espíritu; días melancólicos, en los que las velas de los barcos que se acercan a Córcega le hacen volver a la metrópoli y piensa en su casa y en los que allí le lloran. Y por encima de todos, Helvia, su madre, a quien escribe una de las más bellas cartas de la historia, un prodigio de templanza, equilibrio y sabiduría que no solo servirá de consuelo a su destinataria sino también, a lo largo de los siglos, a innumerables lectores, entre ellos los jesuitas expulsados por Carlos III en el siglo XVIII, la mayoría de ellos admirables por su cultura, hombres de letras que antes de acomodarse en Bolonia, Milán, Mantua o Roma, también pasaron una temporada, muy dura y triste en Córcega. «Porque dejarse abatir por la pena infinita cuando se pierde una persona querida es loco cariño; no experimentar ninguno, inhumana dureza. El equilibrio mejor entre el cariño y la razón es experimentar el dolor y dominarlo».

Séneca, el político, audaz y controvertido, regresó a Roma, fue tutor de Nerón y durante un tiempo ayudó a dirigir los destinos del Imperio. El filósofo, modelo de humanistas, dejó al mundo una obra copiosa y perdurable que, adoptada por los primeros cristianos, se encuentra en el corazón de Europa, influye en las mejores páginas de nuestra literatura religiosa –las pláticas de fray Luis de Granada, los sermones de Juan de Ávila…– y resuena, entre otros clásicos de nuestro Siglo de Oro, en la poesía de fray Luis de León y Quevedo, o en el Quijote de Cervantes, donde el bueno de Alonso Quijano acaba sus locas aventuras resignándose, vencedor de sí mismo, al hogar, a la razón y a su propia muerte.