Se llama como yo
Me gusta imaginar la vida como el desplegarse en el tiempo de una búsqueda sedienta del nombre propio. Aunque mi hijo llegara a pensar que bautizarlo con el mío fue una forma de intentar retenerlo, lo cierto es que pretendo lo contrario
Puede que todavía siga ahí el letrero de neón, en aquella fachada del barrio de Bellavista, en Santiago de Chile: «Hay más futuro que pasado». Lo vio hace unos años alguien que era yo; es decir, que llevaba mi nombre y compartía mi biografía, pero que aún no era del todo yo mismo, no sé si me entienden: era la posibilidad de mí mismo a medio hacerse. Pero el letrero me dejó rumiando, por mucho que la frase fuese un poco idiota. Luego, un 13 de enero, encontré un trébol de cuatro hojas en las páginas de un libro de segunda mano, así que me dije: «Teodoro, hoy estás de suerte», y le pedí salir a Ana, que dijo que sí. Una cosa llevó a la otra y nos casamos en 2021. En estos kilométricos dos años y medio —no es que se me hayan hecho largos, sino que en ellos cabe un infinito— hemos ensanchado a golpes los ventrículos y las aurículas para que nos cupiese en el amor nuestra hija Carmen, y hete aquí que ahora le hemos hecho sitio también al pequeño, que atravesó el canal del parto —¡enano bromista!— el 28 de diciembre.
Como a mis hijos quisiera legarles el amor a la libertad y el buen humor, le devolví la coña al día siguiente. Fui al registro civil y lo inscribí con el nombre de Teodoro, el mismo que llevo yo. Es nombre de viejo, pero tarde o temprano a los dos nos sentará bien; para crecer resulta útil un nombre que te venga holgado. Lo otro, el amor a la libertad, tiene más enjundia y no menos relación con la cuestión onomástica. En el intervalo entre recibir un nombre y darlo se contiene buena parte de la filosofía occidental y hasta de la Biblia, que empieza con Adán nombrando a los seres vivientes y termina con esa misteriosa piedrecita blanca que dice el libro del Apocalipsis que nos entregarán. En ella está escrito nuestro verdadero nombre.
Me gusta imaginar la vida como el desplegarse en el tiempo de una búsqueda sedienta del nombre propio. Aunque mi hijo llegara a pensar que bautizarlo con el mío fue una forma de intentar retenerlo, lo cierto es que en realidad pretendo espolearle la única pregunta relevante: ¿Quién soy yo? Para responder que el camino es el ejercicio responsable de la libertad, esa facultad escurridiza. Se experimenta como una posibilidad pero se pudre si no se ejerce. Qué paradoja. Solamente renunciando —eligiendo, que tiene la misma raíz que elegancia— se manifiesta una libertad madura y fecunda. La paternidad, que es la forma de libertad que me enseñan mis hijos, tiene sobre todo una acepción negativa: dejar de ser, disminuir hasta la invisibilidad, fundirme gozosamente en la nada para que ellos desplieguen el gran misterio de sí mismos.
Hay mucha gente engañada con la ilusión de una libertad que no se compromete. Llegará un día en que se mirarán al espejo y dirán: «Caray, el futuro ya no es lo que era». También llegará un día en el que veré menguar mis fuerzas y se me caerá la babilla y se me olvidará dónde dejé las llaves y tendré que pedir ayuda para levantarme de la cama. Inexorablemente habrá un día, puede que en París con aguacero y hasta puede que también un 28 de diciembre, en que me moriré. Cuando este hijo mío vaya a poner flores a mi tumba y vea su nombre en la lápida, aunque el mármol negro diga: «Descansa aquí hasta que resucite en Cristo», él sabrá que ahí se oculta además una última broma con moraleja: «Caray, hay mucho más futuro que pasado».