«Puedo incluso decir el sitio en que el bienaventurado Policarpo dialogaba sentado […], cómo describía sus relaciones con Juan y con los demás que habían visto al Señor, cómo recordaba las palabras de unos y de otros, y qué era lo que había escuchado de ellos acerca del Señor […] y cómo Policarpo, después de haberlo recibido de estos testigos oculares de la vida del Verbo, todo lo relataba en consonancia con las Escrituras». San Ireneo en esta carta a Florino, recogida por Eusebio de Cesarea en su Historia eclesiástica, recordaba cómo habían quedado grabadas en su corazón y habían penetrado con fuerza en su alma las palabras de san Policarpo, obispo de Esmirna y discípulo del apóstol Juan.
El santo obispo Ireneo, originario de Asia Menor, desarrolló toda su actividad en las Galias, primero como presbítero y después como obispo de la ciudad de Lyon sucediendo al obispo mártir Potino, que murió durante la persecución del emperador Marco Aurelio.
Solo han llegado hasta nosotros dos de sus obras: Adversus Haereses y Demostración de la predicación apostólica. Sin embargo, su pensamiento teológico cayó en el olvido tras el Concilio de Nicea y hubo que esperar mucho tiempo para que, en la segunda mitad del siglo XX, fuera rescatada la teología de san Ireneo, gracias a la gran labor realizada por el jesuita Antonio Orbe y por uno de sus grandes discípulos, el que fuera obispo auxiliar de Madrid, Eugenio Romero Pose.
Ahora el Papa Francisco ha proclamado doctor de la Iglesia al santo obispo de Lyon con el título de Doctor unitatis. Y en el decreto de proclamación afirma: «Él fue un puente espiritual y teológico entre los cristianos de Oriente y Occidente. Su nombre, Ireneo, expresa esa paz que viene del Señor y que reconcilia, reintegrando la unidad».
¿Qué nos enseña san Ireneo que le haga merecedor de este título? En primer lugar, hay que recordar la controversia que, a finales del siglo II, se produjo en torno a la fecha de la Pascua entre los cristianos de Asia Menor, que tenían la costumbre de celebrarla el 14 de nisán, y los cristianos de Occidente, donde se impuso la costumbre de celebrarla el domingo más próximo a ese día. El Papa Víctor quiso unificar para toda la Iglesia la fecha de esta celebración. Esto provocó una fuerte disputa y el Pontífice amenazó con excomulgar a todos aquellos que no aceptasen su decisión. Aquí intervino san Ireneo, convenciendo a Víctor para que fuera tolerante con los que querían mantener la celebración el 14 de nisán.
En segundo lugar, destacó por defender la fe de los sencillos. San Ireneo no escribió por mera erudición teológica. Él hizo suyas las palabras del apóstol Pablo a los corintios: «El conocimiento (la gnosis) engríe, mientras que el amor edifica» (1 Co 8, 1). Como pastor que era, detectó la intromisión de doctrinas provenientes de distintas escuelas gnósticas que no solo pervertían el mensaje revelado, sino que confundían a la gente sencilla que buscaba humildemente la verdad.
Los gnósticos hacían una lectura alegórica de la Escritura y la amoldaban a los principios filosóficos previamente aceptados como verdaderos. En su imaginario, negaban la encarnación del Verbo y consideraban que Cristo solo era apariencia de hombre porque, aseguraban, Dios nunca se había hecho carne. Dividían al género humano en tres clases de personas, afirmando que solo se salvaban los gnósticos, verdaderos discípulos del Señor.
San Ireneo respondió poniendo en valor la creación material del mundo y del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios y modelado con sus manos, el Verbo y el Espíritu Santo. Y puso de manifiesto que «el Hijo de Dios se hace Hijo del hombre para que el hijo del hombre llegara a ser hijo de Dios».
Y, por último, frente a una Iglesia de perfectos, de unos pocos y predestinados a la salvación, san Ireneo defendió la «magna Iglesia», «la católica», aquella cuya tradición no era privada, sino pública. El santo obispo afirmó que el criterio para saber si una enseñanza era católica y por tanto garantía de verdad es la regla de la fe que, según Ireneo de Lyon, es el credo que los apóstoles han trasmitido públicamente a sus sucesores; de este modo, en todas las iglesias se podía conocer de qué apóstol se había recibido la enseñanza que en ellas se enseñaban.
San Ireneo termina su Demostración de la predicación apostólica con unas palabras que, creo, resumen muy bien su enseñanza: «Jesús se hace presente y atiende las súplicas de quien le invoca con corazón puro. De este modo, habiendo obtenido la salvación, nosotros permanecemos en constante acción de gracias a Dios, nuestro Salvador, el que por su magna e insondable sabiduría nos salva y proclama la salvación desde lo alto de los cielos, salvación que es la venida visible de Nuestro Señor, es decir, su vida humana, salvación que por nuestras propias posibilidades no podríamos conseguir».