San Felipe de Jesús: 450 años del primer santo mexicano - Alfa y Omega

San Felipe de Jesús: 450 años del primer santo mexicano

Después de una juventud «distraída», fue uno de los mártires de Nagasaki y el primer mexicano canonizado de la historia

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
‘San Felipe de Jesús’. Convento de San Antonio de Padua, en la ciudad de Puebla, México. Foto: Enrique López Tamayo Biosca.. Foto: Enrique López Tamayo Biosca.

De niño el pequeño Felipe de las Casas debió de ser un trasto, porque un día la criada de su familia exclamó: «¿Felipe santo? ¡Eso será cuando la higuera del patio reverdezca!». El caso es que la higuera de la casa familiar asomó sus brotes después de muchos años de infertilidad el día en que, a más de 11.000 kilómetros al este de distancia, Felipe de Jesús entregó su vida sobre una cruz a imitación del Maestro Divino.

Felipe nació en Ciudad de México el 1 de mayo de 1572, hace ahora 450 años, hijo de un toledano de Illescas y de una sevillana que habían probado suerte en América. De carácter inquieto, el joven Felipe comenzó el noviciado con los franciscanos, a los que dejó para embarcarse rumbo a Filipinas en busca de fortuna, dinero y aventuras. Tras una primera racha buena, se dedicó a vivir bien –«distraído», dice indulgente uno de sus biógrafos–. Pero el destino se le atravesó poco después y cayó en la ruina, perdiendo así los amigos que se le habían unido por interés.

Este revés le hizo recapacitar y volvió entonces con los hijos de san Francisco, uniéndose a ellos en Manila en 1593. Tres años más tarde, cuando ya le tocaba ser ordenado sacerdote, se embarcó de nuevo rumbo a México, porque en la capital filipina no había por entonces obispo que le pudiera administrar las órdenes sagradas.

El hombre propone y Dios –y los elementos– dispone, pues una fuerte tormenta desvió el barco a las costas de Japón. Cuenta José María Iraburu en sus Hechos de los apóstoles de América que cuando san Francisco Javier partió del Japón en 1551, dejó allí 2.000 cristianos, pero la Iglesia floreció tanto que cuando Felipe de Jesús llegó hasta allí había en el imperio del sol naciente unos 150.000 fieles, y miles de bautizos cada año en toda la isla.

El gobernador del lugar expropió el navío y se quedó con todo lo que tenía de valor, y el emperador, cómplice del robo, acusó a los frailes de pretender invadir el país. Las cosas no iban bien para los cristianos entonces, pues pocos años antes, el emperador Hideyoshi Taikosama había declarado ilegal la nueva religión extranjera, a la que veía como una amenaza para su poder.

Así las cosas, Felipe fue encarcelado con otros cinco franciscanos, y 17 japoneses cristianos, a los que se unieron Pablo Miki, Juan de Goto y Diego Kisai, tres nativos que habían sido recibidos en el noviciado de los jesuitas en Osaka. Todos ellos formaron el grupo de 26 fieles que pasaría a la historia como los mártires de Nagasaki.

El 3 de enero de 1597, los súbditos del emperador les cortaron a todos la oreja izquierda, y luego les empujaron para emprender una marcha a pie, en pleno invierno, desde Tokyo a Nagasaki, más de 1.000 kilómetros por las regiones con más presencia de cristianos, para que su tortura les sirviera de escarmiento.

El 5 de febrero, en la colina de Nishizaka, a las afueras de la ciudad, fueron todos crucificados sujetando sus manos, pies y cuello a los maderos con argollas. Hubo muchos testigos de su martirio, pues algunos tardaron días en morir, y los fieles de la zona iban a visitarlos y rezar por ellos, ante la incredulidad de los soldados, que llegaron a construir una empalizada de bambú para separarlos de la gente. Aún así, los japoneses pasaban por allí con la excusa de ir de camino a algún negocio, y por la noche iban en barcas iluminadas a acompañar a los mártires desde el acantilado.

Dicen que el primero en morir fue fray Felipe, que no llegó nunca a ser ordenado sacerdote, pero murió como un testigo: la argolla le aprisionaba tanto el cuello que se ahogó pronto. Le escucharon pronunciar tres veces: «Jesús, Jesús, Jesús», antes de exhalar el último suspiro, cuando los guardias atravesaron su cuerpo desde el pecho hasta los hombros con dos lanzas.

El Papa Urbano VIII lo beatificó junto al resto de sus compañeros en 1627, y fue canonizado en 1862 por Pío IX. El primer mexicano canonizado de la historia es hoy patrono de la archidiócesis de México, y todo el país lo venera con respeto y admiración.