Estamos en un pequeño pueblo de China en los años ochenta. Un grupo de ancianas se mantiene fiel a la fe de la Iglesia católica. Se reúnen muy pronto, a las cuatro y media de la mañana, en la casa de una de ellas, para rezar Laudes. Luego rezarán también los misterios del Rosario. Son mujeres sin ciencia, pero de gran piedad. Una de esas mujeres, la madre del pequeño Thomas, ha convencido a su hijo para que las acompañe en la oración. Como el niño es el único que sabe leer, recita algunos fragmentos del Kempis y otros libros religiosos, mientras las mujeres descansan de la larga oración. Luego, ellas premiarán al niño con un dulce que será la envidia de sus amigos. Thomas tiene mucho sueño y su madre le permite dormir en dos partes del Rosario, pero le exige que esté despierto en la tercera. El niño accede motivado por el premio de otro dulce.
Así, entre madrugones y sueños, rezos en la sombra, y dulces que preparan un futuro de entrega hasta el martirio, se fue tejiendo la vocación de un sacerdote chino que nos ha deleitado con su testimonio en el contexto de la Jornada de las Vocaciones Nativas, que se celebrará el próximo domingo 28 de abril en las diócesis españolas. Su experiencia nos impacta por la profundidad y la firmeza de una fe que ha crecido a hurtadillas y que ha madurado, sobre todo, gracias al ejemplo de santos cercanos.
El Seminario en que Thomas inició sus estudios para ser sacerdote no se parece en nada a los que conocemos en Occidente. Se trata de una casa sencillísima perdida en un pueblo, cuyos piadosos dueños ceden a los seminaristas dos o tres habitaciones. La habitación lo es todo: dormitorio, comedor, aula de clase, sala de recreo y hasta pequeña capilla. El Señor es el único que tiene su propio cuarto, el resto de las habitaciones son compartidas. Los seminaristas se cocinan ellos mismos. Durante el primer medio año, prácticamente no salen de casa; permanecen calladitos, sin cantos ni llantos, como la vida oculta de la Sagrada Familia, o la de los cristianos de las catacumbas de los primeros siglos; hoy se trata de otra y la misma Iglesia perseguida. La llamada y preparación al sacerdocio de estos chicos se vive en un ambiente de convivencia fraternal, como hermanos que lo comparten todo. Pero los obispos chinos saben que sus sacerdotes, además de aspirar a la santidad, necesitan formarse bien para poder luego instruir al pueblo. Con esa intención Thomas ha llegado a España, para aprender nuestra lengua y mamar las obras de nuestros autores fundamentales, que ellos consideran fuentes de la fe católica.
Thomas viene de una Iglesia perseguida (que es la nuestra, aunque no suframos el mismo acoso) y a ella desea volver. Su estancia entre nosotros ha sido como un soplo de aire fresco. Cuando le preguntan si no tiene miedo, responde identificándose con Pedro y Juan, que estaban «contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Cristo». Su respuesta interpela nuestros temores y respetos humanos y nos ayuda a no ocultar nuestra identidad cristiana, si no queremos un día perderla a fuerza de no saber ya reconocernos a nosotros mismos.