Ni un solo instante en mi ya larga vida me he arrepentido de ser sacerdote, aunque no pocas veces el sacerdote que he ido siendo se ha asomado al espejo del sacerdote que comencé a ser y le he preguntado si estaba contento conmigo o si, más bien, me reprochaba el haberlo traicionado por no haber llegado a ser el sacerdote que le prometí que sería.
Cuando me sentí llamado por Dios le pregunté: Pero, ¿qué viste en mí para que me llamaras? Luego supe que Dios busca preferentemente a los que lo buscan. Su llamada es exigente. Lo primero que pide es la disposición a expropiarse de uno mismo para ser de Él, y después del hombre. De Él antes que de nadie y que de nada. Sin una vida de intimidad con Dios, el sacerdote se convierte en enterrador de sí mismo. Al aceptar la elección que de mí había hecho Dios, yo elegí a Dios. Toda elección supone renunciar a lo que es incompatible con lo elegido. Lo que de verdad cuesta en una elección no es tanto el decidirse por lo que se elige, cuanto el renunciar a lo que se renuncia, si aquello a lo que se renuncia es bueno y, sobre todo, si forma parte de tu propio ser y a tu propio ser se adhiere con tanta fuerza como la uña a su carne hermana.
El sacerdote de la Iglesia católica latina, al elegir a Dios, lo hace de tal modo que ni afectiva ni efectivamente comparte su vida con otra persona, para poder ser de Dios y de todos. Por eso, este vacío, fruto de la renuncia, no puede ser llenado ni por amistades establecidas y cultivadas con otras personas, ni por el mismo apostolado, sino sólo con Dios y, si con Dios no se llena, esas amistades pueden degenerar en amoríos disfrazados, y ese apostolado será un medio de quedarnos con las personas en lugar de ser un medio de llevar las personas a Dios. La soledad del sacerdote no es la soledad desesperada de la filosofía existencialista representada por Heidegger, Jaspers y Sartre, porque es una soledad que está acompañada por Dios y, por eso, apenas si es soledad.
La renuncia del sacerdote debe ser también renuncia a la mundanidad. El sacerdote no puede ser como un solterón o un viudo apegado al dinero, comodón, adocenado, amargado, malhumorado. Renunciar a la mundanidad no es renunciar a conectar con los tiempos. El sacerdote debe estar siempre en condiciones de poder repetir con verdad lo que dijo Terencio en el siglo III a.C.: «Hombre soy, y por ello nada humano me es ajeno». El sacerdote tiene que estar al servicio de los demás, y cuando digo que tiene que estar, estoy diciendo que está obligado a servir a los demás, porque los demás tienen derecho a que los sirva. Un servicio que debe prestar no con la frialdad de un funcionario de la Iglesia, lejano, displicente y gruñón, sino con el calor de un hermano cercano, acogedor, compasivo, misericordioso, y hasta alegre.
Acaso para ser cercano, acogedor, compasivo y misericordioso le baste con saberse existencialmente pecador, que no es lo mismo que corrompido y corruptor. Y para ser alegre, en lugar de tristón, como sauce llorón o ciprés de cementerio, le baste con pensar que su Dios no es un Dios que quedó definitivamente muerto en algún vericueto de la Historia, sino un Dios que está vivo, sobre todo en cada hombre que sufre.
Juan José García Faílde
Decano emérito de la Rota Española