Eliade explicaba que en las sociedades arcaicas se desarrollan ritos para finalizar el año volviendo al caos primigenio, en el que no existían el orden y las formas. Consistían en la contravención de todas las formalidades: orgías, quema de poblados, asesinatos… Estos ritos eran algo así como contrarritos, ritos de la destrucción. En ese caos latía la necesidad de los ritos anuales, para mantener la vida a salvo de la destrucción.
Por eso, Byung-Chul Han, esbozando una genealogía de La desaparición de los rituales (Herder), ha podido entresacar las hodiernas patologías sociales. Los ritos nos sitúan y sostienen en el incesante transcurrir del tiempo. Su lenguaje simbólico y sus repeticiones retienen la realidad que transcurre, fijando nuestra atención. Así, «hacen habitable el tiempo». En los rituales las cosas y las personas aparecen indelebles. Pero fuera de ellos la realidad se somete a la sucesión incesante de la cadena de montaje. La objetividad de las cosas se deshace en una serie ininterrumpida de mejoras que programa su obsolescencia. Los smartphones son su paradigma. En cuanto a nosotros, como cualquier otro producto, nos identificamos con nuestro desarrollo individual: somos nuestro rendimiento profesional. Nada dura, y así el mundo se descompone. Pero los símbolos no solo representan el mundo; al hacerlo, también nos convocan en él. Sin ellos, la tierra deja de abrirse ante nosotros: «Uno se encapsula en sí mismo. El mundo desaparece. Con una atormentante sensación de vacío, uno solo gira en torno de sí». Presionados por la autenticidad, nos vemos obligados a producir sin descanso imágenes íntimas que demuestren nuestra existencia personal en las redes. Pero la voluble espontaneidad de la aceptación social a través de likes impide la finalización de todo el proceso de realización personal. La autenticidad es imposible sin referencias sociales estables.
Por eso, la languidez de los rituales «remite a la progresiva atomización de la sociedad». El culto a la autenticidad «erosiona el espacio público, que se desintegra en espacios privados». Perdida toda formalidad social, nos abalanzamos al linchamiento de los otros: «el culto narcisista a la autenticidad es corresponsable del progresivo embrutecimiento… Cuando desaparecen los gestos rituales y se pierden los modales vencen las pasiones». Nada tienen que ver esas disputas en red con los duelos ni con las guerras clásicas. Se parecen más bien a las modernas matanzas de drones: «Matamos personas basándonos en metadatos», dijo un antiguo jefe de la CIA. La muerte y la lucha es un juego de ordenador y, a lo sumo, un trabajo de oficina en el Pentágono.
El coreano, pese a declarar una intención aséptica en el prefacio, no duda en considerar «concebible un giro a lo ritual, en el que las formas volvieran a ser prioritarias». En ese esfuerzo se recuperaría el verdadero ocio, la contemplación y el arte, y con ellos el mundo. Lástima que base su propuesta en ritos orientales, cuyas formas holísticas tratan de suprimir el yo en una «comunidad sin comunicación»: «Los actores se sumen en los gestos rituales. Estos generan una ausencia, un olvido de sí». Pese a prestar una atención positiva a la liturgia católica, pasa por alto su capacidad de realizar un desarrollo personal en armonía con el social (como mostró von Hildebrand en Liturgia y personalidad). Con todo, su diagnóstico permanece válido: «Si tú vienes a cualquier hora –le recriminó el zorro al Principito–, nunca sabré cuándo preparar mi corazón… Los ritos son necesarios».
Byung-Chul Han
Herder
2020
128
12 €