Me preguntan desde Alfa y Omega por la figura de don Carlos Osoro. Lo conocí personalmente cuando llegó a la archidiócesis de Madrid, siendo yo entonces párroco en el barrio de Legazpi, en la zona sur de la capital. Las primeras impresiones fueron las de un hombre con pasión por la evangelización, con ganas de entrar en contacto con los diversos sectores de la realidad eclesial madrileña, entregado a su tarea episcopal, alguien cercano con quien se podía tratar.
No me imaginaba entonces que compartiría con él muchas horas en esta amplia y compleja realidad pastoral de la archidiócesis como obispo auxiliar desde 2018 hasta mi nuevo destino, en 2022, como obispo de la diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño. En ese tiempo compartido pude comprobar que aquellas primeras impresiones se ponían de manifiesto en el día a día, donde la profusión de asuntos, los reclamos continuos y las agendas embutidas formaban parte de lo que entre los auxiliares calificábamos como «ritmo Osoro», para dar a entender ese deseo por llegar a todo y a todos. No era infrecuente en el momento del desayuno el comentario de la hora de la madrugada a la que se había acostado preparando algún trabajo o tareas de su propia cosecha, entre cartas semanales, libros y artículos (entre otros, alguna colaboración para este semanario).
Es verdad que ha sido fundamentalmente alrededor de la mesa del comedor donde han salido todo tipo de conversaciones, porque en otros momentos era bastante más difícil coincidir. Ha habido ocasión para hablar de la realidad diocesana, de los diversos estilos con los que nos encontramos, de su intención de aunar tendencias, de sentar a todos a la mesa, como el buen padre.
Hemos tenido tiempo para discrepar, en un sano ejercicio de convivencia, sin falsos amenes, pero sabiendo con fidelidad quién tenía la responsabilidad en el gobierno de la diócesis. Compartir mantel supone reírse de las anécdotas y percibir los disgustos, esos que vienen de repente y de quien menos te lo esperas, lo que, en alguien con gran corazón como don Carlos, deja especialmente su huella.
Sabemos de su generosidad a la hora de compartir sus bienes y de su integridad en la administración de los recursos diocesanos, de su celo por estar en la diócesis y su trato con todos, los de arriba y los de abajo, con los que siempre se ha entendido.
Hombre familiar, nos ha insistido en el cuidado de nuestras familias, con quienes ha tenido gestos bonitos que son bien recordados. Gracias don Carlos. Encomendamos el cambio de ritmo, con todo lo que supone.