Retoques estéticos: una obsesión peligrosa - Alfa y Omega

Ocho de cada diez intervenciones estéticas no están en manos de especialistas en cirugía plástica. Las lágrimas petrificadas de la estadística esconden sufrimientos vívidos: Sara Gómez, de 39 años, moría como consecuencia de una lipoescultura practicada por una persona que solo había cursado un máster. Su caso ha servido para aprobar la conocida como ley Sara, proposición no de ley que pretende fijar criterios de control para combatir el intrusismo en la cirugía plástica; un seguimiento también necesario en medicina estética.

«No tengo clientes, tengo pacientes». Así se anuncia en la radio una médica estética de la Costa del Sol. En su locución presume de utilizar «primeras marcas legales». Que una publicidad se formule en estos términos da una idea de la situación de un sector que ve con impotencia cómo peluquerías, salones de belleza y anuncios de internet ofrecen infiltraciones de ácido hialurónico o toxina botulínica con todo tipo de descuentos. Se promocionan en la red «labios rusos» —aquí no existe rusofobia—, pinchazos a domicilio sin condiciones sanitarias y con materiales del mercado negro, aunque rara vez se denuncian las complicaciones por vergüenza y confianza en la temporalidad de los efectos. Incluso hay influencers que exhiben sus asimetrías —¡el bótox de castigo!— desdramatizándolas. Se exagera la importancia de la perfección estética, pero se banalizan los procedimientos para alcanzarla.

No todos los percances estéticos se deben a negligencias. Como en cualquier vuelo, intentar elevarse sobre el tiempo puede terminar en accidente: necrosis, infecciones, granulomas, fibrosis, quemaduras… De ahí que muchos pacientes confiesen firmar el consentimiento sin leerlo, para no echarse atrás. Otras veces no hay contratiempos, sino resultados indeseados: el abuso de las técnicas de rejuvenecimiento puede revelar, en el mejor de los casos, una huella uniformadora; en el peor, facciones alienígenas, cejas que parecen ir a despegar, volúmenes escalables y caras que no son espejo del alma, sino del nalgatorio. Preocupados por los residuos que dejamos en el medio ambiente, nos desentendemos de aquellos que vamos superponiendo en el propio cuerpo.

Vivimos en un país que no está preparado para manejar el envejecimiento de la población, pero que se aplica con celo en tratar de disimularlo, con un 15 % más de facultativos formados en medicina estética que en 2019 y un 20 % más de centros autorizados. La pandemia también disparó la demanda: uno de cada cuatro españoles se ha sometido a algún tratamiento de medicina estética. Si hace una década se iniciaban a los 35, ahora se estrenan a los 20. Las redes sociales, que no invitan a ser uno mismo sino humo mismo, han acrecentado la inseguridad de la juventud. Los jóvenes que antes soñaban con cambiar el mundo ahora sueñan con cambiar de labios, el nuevo blanqueamiento. Llevan a la consulta fotos retocadas de influencers o alguna propia trucada con trampas instagrámicas de Mr. Potato, y hay quien pone tantos filtros que desaparece. Lo anticipó Yeats: «Una terrible belleza ha nacido». Por eso no es descabellada la propuesta de Iñigo Errejón: que las redes indiquen qué fotos han sido manipuladas, para no sobredimensionar las aspiraciones.

«¿Para qué sirve ser guapa?», se preguntaba Sylvia Plath. «Para dar una seguridad pasajera». Pero, en una época de incertidumbre, cualquier seguridad, por fugaz que sea, parece suficiente. Antes, de pequeños, queríamos ser mayores; hoy, incumplidas las promesas con que se adornaba la madurez —un trabajo, una casa, una familia—, los jóvenes ya solo quieren ser jóvenes, brillantes y pulimentados, como joyas recién salidas de su estuche. Visto el futuro cual fraude, depositan una fe halógena en su aspecto para granjearse seguidores y quizá algún ingreso. Parafraseando a Bobin, Dios ocupaba en el siglo XVII el lugar que hoy ocupa la imagen. Los estragos eran menores.

El actual canon estético, que identifica belleza y juventud, nos contempla como aves a la espera de relleno, en una edad del pavo perpetua, pero con temores de viejo: el miedo al paso del tiempo. Las arrugas se consideran mella, aunque nadie pueda leer la palma de una mano sin líneas. La belleza se entiende como aquello que nos falta, en lugar de vislumbrarla en aquello que tenemos. Desentrenados para el asombro, tratamos de fijarlo botulínicamente. Mas no hay que demonizar la medicina estética —en todo caso, esa caricatura que es la medicina estática—, bastaría con confiar en profesionales que valoren el cuerpo como una casa hecha de piedras de tiempo que no ha de ser recebada para ocultar su solera, sino cuidada y sublimada por ese traje a medida que es la hiedra. Y no abusar; si hay que excederse que sea en el rejuvenecimiento espiritual. Envejece por dentro quien solo piensa en ser joven.

La autora ha publicado la novela Una vez fui bella (Monóculo)