Representantes de la «teología de la muerte de Dios»: J. A. T. Robinson - Alfa y Omega

Se trata de un obispo anglicano que en 1963 publicó el libro Honest to God (Sincero para con Dios), con numerosas y contradictorias reacciones. Antiguo profesor de Cambridge, tuvo que enfrentarse con los problemas pastorales de una sociedad muy descristianizada al ser nombrado obispo. Su libro, en verdad, nace de esa preocupación misionera a la que no es indiferente la denominada “teología radical” (esa que, desde una profunda reforma, intenta ser lugar de encuentro entre la tradición y la cultura actual). Su apuesta se mueve dentro de la iglesia (pero en la que se cuestiona la institución) y es en ella donde se deben buscar nuevos símbolos para el tiempo presente. Una salvación desencarnada no interesa al hombre de hoy, piensa el autor. La esperanza escatológica futura hace que el evangelio pierda todo su interés para la vida del mundo. En su lugar, Dios se presenta como el fundamento radical del ser.

El reino lo ha inaugurado Jesús, en su muerte y resurrección. Pero la parusía sucede en el ahora del mundo presente. De ahí la necesidad del compromiso con la sociedad concreta. Hace falta una nueva visión del cristianismo si queremos llegar y ganar al hombre moderno. Sin caer en una visión naturalista de la religión, se opone a toda huella de lo mitológico en ella.

Robinson bebe, entre otros, del pensamiento de autores como Bonhoeffer, Bultmann y Tillich, lo cual no resulta del todo claro en su composición. Por eso, aunque sus conclusiones no sean claras o acertadas, sí lo es la dirección en la que apunta su diagnóstico: la necesidad de revisar el lenguaje de Dios para con el hombre de hoy. La cuestión fundamental es replantear el diálogo con el hombre secularizado de nuestro tiempo, sea creyente o no. La religión cristiana parece ser cada día más extraña a nuestros contemporáneos, y eso le preocupa a este obispo inglés.

La búsqueda sincera y pastoral de una solución frente a esta alarmante ausencia de Dios en nuestra sociedad secularizada lleva a Robinson a poner en guardia, igualmente, contra una concepción de Dios como tapa-agujeros, como un ser útil para resolver nuestros problemas cotidianos. Es necesario evitar, por una parte, hacer de Dios una realidad inmanente y horizontal que se reduce a pura manifestación cultural y, por otra, superar una especie de alienación que separa a Dios de nuestras vidas para colocarlo en lo alto del cielo. Se podría calificar la suya de una santidad profana, una presencia inmanente de la acción de Dios en medio del mundo.

También lo sagrado —en la liturgia— debe responder a la vida ordinaria de los hombres. Sus ritos, su culto, han de mirar a hacer de ella una auténtica comunión al servicio de los hombres. Lástima que se pierda la dimensión escatológica de esa misma comunión. Una reacción frente a la teología y al cristianismo anterior es saludable cuando se persigue llevar el evangelio al hombre de hoy, un hombre inmerso en la cultura inmanentista que nos rodea, impregnada de los esquemas y valores del mundo de la ciencia. La iglesia debe responder ante dos realidades conflictivas: su tradición, por un lado, y el mundo de hoy, por otro.

En su libro no está ausente la cuestión moral. Recibió no pocas críticas, culpando su obra de numerosos problemas incluso ya anteriores a su publicación. La suya es una ética de la situación: el amor es el único valor intrínseco de la moral a cuya luz pierde fuerza el peso de la ley. Cristo no ofrece un código ético, ni jurídico ni político. La moral del cristianismo implica cierta relatividad, marcada siempre por la primacía del amor. En el fondo, es la intención la que justifica y no un legalismo ya desfasado. Es el amor y el valor de la persona creada el fundamento último de la moral.