Religión en las aulas, algo más que cultura - Alfa y Omega

El debate sobre la enseñanza religiosa en los centros educativos parece haber entrado en una nueva fase en España. Al llegar la noticia de que Cataluña dotará a sus escuelas de maestros para que los niños musulmanes puedan ser educados en el islam, no ha habido muestra alguna de perplejidad o indignación en aquellos que, solo unos años atrás, enarbolaron la bandera del laicismo en la enseñanza pública. En absoluto me sorprende este desvergonzado silencio, porque no he dejado de decir, cada vez que he tenido ocasión de hacerlo, que ese presunto laicismo no era más que anticristianismo y, en especial, anticatolicismo. Resulta paradójico que lo considerado por esos sectores como un factor de segregación y oscurantismo, ahora se considere un elemento indispensable para asegurar la cohesión social. Y no puedo dejar de constatar el caradurismo de algunos intelectuales y políticos patrios, absurdamente calificados de progresistas, que habrán de poner a buen recaudo toneladas de verbo impreso contra la presencia de la religión en las aulas.

Ciertamente, algo resuena en el fondo de esa mala conciencia de jacobinos de vía estrecha cuando se refieren a su preferencia por una enseñanza en la que se impartiera «cultura religiosa». Tal actitud no es más que una manera presuntamente ilustrada de cargar contra la formación católica normalizada para aquellas familias que desean disponer de ella en la escuela pública. Estas familias quieren, por supuesto, que sus hijos puedan comprender el fenómeno religioso como un elemento innegable en el desarrollo de las civilizaciones: un vector de liberación o sometimiento, de esperanza o claudicación, en las distintas circunstancias del devenir histórico. Pero, además de ese conocimiento general, que aparece en cualquier rama del saber que se refiera al arte, a la literatura, a la filosofía o a las ideas del hombre sobre una sociedad justa, estas familias españolas desean que a sus hijos se les eduque en su fe. Y parece que, para buena parte de esos autoproclamados progresistas, tal demanda solamente adquiere dignidad, solo tiene rango de derecho y únicamente merece ser considerada una indispensable base de cohesión social cuando quienes la sostienen no son familias católicas. ¡Hurra por ellas!, ya que defienden como buenos musulmanes lo que otros solo saben llorar como despistados cristianos.

Una cuestión de fe

Tendremos, pues, que volver a tomar la palabra, aprovechando el silencio elocuente con que se anuncian las rebajas culturales de otoño, para afirmar algunas convicciones esenciales en este tiempo malo, durante una pandemia que amenaza incluso la estructura de derechos y deberes sobre los que se ha levantado nuestra civilización en largo aprendizaje. La enseñanza de la fe católica en la escuela ni se impone ni se camufla. No es un conocimiento más, archivado en una visión historicista de los movimientos religiosos. Es formación doctrinal, fundamento de vida de una familia cristiana, justificación última de valores morales y equipamiento de significado de su existencia. No es un saber cualquiera, es una cuestión de fe. A quienes han pretendido reducir a cenizas ese derecho, como si fuera privilegio anacrónico y ritual oscurantista oficiado por seres de incomprensible supervivencia en el siglo XXI, habrá que decirles lo que tan claro debería estar para nosotros.

La fe cristiana proporciona una idea del hombre libre, creado a imagen de Dios, inviolable en su dignidad, seguro de su trascendencia, digno de redención, aspirante a la eternidad y dueño de sus actos responsables. La palabra de Jesús sigue siendo nuestra forma de entender la fraternidad, que no debe confundirse con la humanitaria solidaridad. La vida de Cristo en la tierra, culminada con su agonía en la cruz, nos da el vínculo de sangre con nuestra salvación, restaurado incesantemente en la Eucaristía. La Resurrección, acto fundacional de la fe, promete al hombre su unificación con Dios y la superación de la muerte. A esta fe corresponde una tradición y una Iglesia que ha custodiado el Evangelio para preservar lo que Dios mismo nos dijo mientras vivió entre nosotros. Su mensaje encierra la exigencia moral de recordar que maltratar a nuestros hermanos, privarles de su libertad, permitir su miseria o desdeñar su aflicción, más que una falta cívica, es un pecado. Solo la fe nos proporciona esa conciencia profunda del bien y del mal y nos pone ante un dilema, inherente a la propia salvación y a la conmoción por el sufrimiento de Jesús. No, las familias católicas no solicitan una enseñanza de la cultura religiosa. Porque, para un cristiano, creer es más que adquirir conocimientos. Es dar fe de vida, pulsando la eternidad.