Conejo escabechado del monasterio cisterciense de Santa Lucía, en Zaragoza
Las cistercienses de Zaragoza trabajan con sus manos encuadernando libros y documentos antiguos. A pesar de que ellas mismas han sido expulsadas de todas partes durante siglos, siempre han vuelto a su vocación
En el zaragozano barrio de Casablanca, a apenas una hora andando de la basílica del Pilar, se levanta el monasterio cisterciense de Santa Lucía, pero no siempre estuvo allí. «A nosotras nos han echado de todos lados, pero siempre hemos vuelto», asegura su abadesa, Inmaculada Gay. Escucharla es recibir una clase de historia y una lección de tesón, el que ha hecho a las monjas defender su vocación durante siglos, pasara lo que pasara.
Cuenta la religiosa que en el quicio entre los siglos XII y XIII Pedro II, rey de Aragón, quiso establecer en su territorio una comunidad cisterciense, entonces una novedosa forma de vida religiosa que había surgido en Francia apenas un siglo antes. Para ello pidió al abad de Morimond, al noroeste del país vecino, un grupo de monjas que siguiera con fidelidad las indicaciones de la regla de san Benito: simplicidad de costumbres, vivir del trabajo de las manos, soledad y huida del ruido y de las interferencias de las ciudades. Los terrenos en los que se situaron fueron donados por el propio rey en Iguacel, un paraje a los pies de los Pirineos, pero el frío y los ataques de los bandidos las hicieron marcharse a Cambrón, más al sur, donde pudieron contar con la protección de don Hernando de Aragón, abad de Veruela y más tarde arzobispo de Zaragoza.
En 1454 se tuvieron que mudar de nuevo, esta vez por motivos desconocidos, al monasterio de Santa María In Foris, en los extramuros de Huesca, para volver a Cambrón en 1473. Posteriormente, siguiendo las indicaciones del Concilio de Trento que prohibía a los conventos ubicarse en lugares solitarios, las cistercienses se trasladaron a Zaragoza, junto a la ermita de Santa Lucía —de la que tomaron el nombre para su denominación actual—, donde llegaron en 1588. Poco más de dos siglos después, en 1808, dejaron otra vez su casa, acosadas por el ataque de las tropas napoleónicas, trasladándose al monasterio de Trasobares. Las sucesivas desamortizaciones del siglo XIX las obligaron a ir viviendo de prestado en otros dos conventos más, en diferentes períodos. «En ese siglo apenas pudimos estar 30 años viviendo en nuestra propia casa», lamenta la madre Inmaculada.
La puntilla la dio la Guerra Civil, que las cistercienses pasaron en un carmelo de Zaragoza. A la vuelta se encontraron todo destrozado y en estado de ruina, por lo que en 1965 tuvieron que construir otro monasterio en el barrio de Casablanca, al norte de la ciudad.
Allí viven hoy diez hermanas, nueve de las cuales son de la provincia de Zaragoza, mientras que la décima es francesa. Entre los 50 y los 79 años, siguen el ora et labora benedictino, desempeñándose con fidelidad tanto en el coro como en el taller de encuadernación, por cuyo trabajo son reconocidas en toda España. «Nos acaban de conceder el tercer premio a la encuadernación de libros antiguos que concede el Ministerio de Cultura», dice sor Inmaculada con orgullo. En la valoración de la obra —una biografía de Juan de Palafox— el jurado destacó «una encuadernación en pergamino ejecutada de manera excelente».
Al taller les llegan obras procedentes de universidades, archivos diocesanos, catedrales y también particulares. Allí han restaurado desde bulas de la Santa Sede hasta actas notariales, pasando por misales y leccionarios. «Ahora las encuadernaciones son bastante malas y se rompen enseguida. Nosotras solemos trabajarlas en piel para que duren más», cuenta la abadesa. Los documentos más antiguos que han tenido el privilegio de encuadernar son una bula de Alfonso X el Sabio y una carta autógrafa de santa Teresa, «auténticos tesoros» en contraste con las pocas obras de arte que la comunidad ha podido conservar tras los expolios sufridos en su agitada historia.
Aun así, sin vocaciones desde hace ya muchos años, esta comunidad mira al futuro «con mucha confianza, porque estamos en manos de Dios», y como desde su fundación hace ya nueve siglos, «nosotras seguimos estando abiertas a lo que Él quiera».
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INGREDIENTES
- Un conejo a trozos
- Tres partes de aceite y una de vinagre
- Bolitas de pimienta negra
- Sal
- Tres o cuatro dientes de ajo
- Un par de hojas de laurel
PREPARACIÓN
Freímos el conejo en aceite con las bolitas de pimienta negra y los dientes de ajo. Cuando esté dorado, lo colocamos en un recipiente y añadimos aceite y vinagre hasta que prácticamente cubra el conejo y lo dejamos a fuego lento 20 minutos.