«¿Quién ha llorado por estos hermanos?»
El Papa Francisco ha querido que su primer viaje oficial fuera de la diócesis de Roma sea a la periferia, en este caso a la isla italiana de Lampedusa, conocida por ser la puerta de Europa para miles de inmigrantes, y el cementerio de otros tantos que murieron en las aguas del Canal de Sicilia. En una exigente homilía, el Santo Padre condenó «la globalización de la indiferencia», por la que «nos hemos habituado al sufrimiento del otro, que no nos interesa», y pidió a Dios que perdone a «aquellos que, en el anonimato, toman decisiones socio-económicas que abren el camino a dramas como éste»
Lo dijo en Santa Marta, la semana pasada: «Para encontrar al Dios vivo, es necesario besar con ternura las llagas de Jesús en nuestros hermanos hambrientos, pobres, enfermos y encarcelados», afirmó el Papa. Y dicho y hecho. El pasado lunes, desembarcó en la isla italiana de Lampedusa para encontrarse con los centenares de inmigrantes irregulares que llegan a sus costas, y rezar por los que murieron en el intento, «para demostrar que mientras en el norte están los ricos que ostentan y desperdician, al mismo tiempo existe un sur que deja todo para buscar la fortuna, y a menudo encuentra la muerte», explicaba a la prensa su secretario particular, el sacerdote maltés Alfred Xuereb, unos días antes del viaje.
En el corazón, Francisco llevaba especialmente guardado el recuerdo de siete inmigrantes norteafricanos que fallecieron el pasado 16 de junio, mientras trataban de llegar a las costas italianas amarrados a las nasas de pesca de un barco tunecino, y cuya vida se vio truncada en medio del Canal de Sicilia, cuando los tripulantes del Khaked Amir cortaron las cuerdas, y los dejaron morir.
Estas muertes, que se suman a la larga lista de fallecidos que emprendieron un largo viaje hacia su Ítaca particular, provocaron que el primer viaje fuera de la diócesis de Roma del Papa Francisco haya sido a Lampedusa, una isla de apenas 5.000 habitantes, situada a 205 kilómetros del sur de Sicilia y a 113 de las costas africanas. Conocida por sus playas y aguas cristalinas, la isla es especialmente recordada en todo el mundo tras el estallido revolucionario de Túnez a finales de 2011, que provocó, durante el mes de febrero de 2011, un éxodo masivo de tunecinos, con destino a Lampedusa. A ellos se sumaron los exiliados del conflicto libio. En total, cerca de 60.000 refugiados emprendieron el camino hacia Europa a través de la isla, de los que 2.770 murieron ahogados. El éxodo, tanto de inmigrantes asiáticos como africanos –la mayoría musulmanes, lo que ha supuesto, para muchos, un alarmante escenario de una Europa cada vez más islamizada– no ha finalizado: el mismo lunes, una barca con 165 personas fue socorrida a 150 millas de la costa, y sólo en el mes de junio, llegaron 2.670 inmigrantes, que se suman a los 4.300 que desembarcaron en la isla en lo que va de 2013 y que ha desbordado la capacidad de atención social de la misma.
Somos la periferia
«No esperaba que el Papa Francisco aceptara inmediatamente nuestra invitación», reconocía en Radio Vaticana Stefano Nastasi, párroco de Lampedusa, quien relacionó la visita del Pontífice con sus palabras pronunciadas durante la Semana Santa, «cuando nos invitó a ir a las periferias. Ésa es nuestra historia. Nosotros somos una periferia geográfica, pero, al mismo tiempo, experimentamos el encuentro con las periferias existenciales». Hasta allí, llegan cada día decenas de hombres y mujeres cargados de sufrimientos, como el somalí Awad, que llegó en 2008 a la isla huyendo de una célula de Al Qaeda que quería matarle en su país por ser el dueño de una tienda de CD’s. Ahora, malvive en las calles de Roma. «Pido al Papa que no se olvide de los pobres», dijo, unos días antes de su visita, en Radio Vaticana. «Es importante recordar a las personas que murieron por llegar hasta aquí», recordó Awad, quien cruzó el desierto sudanés durante un mes con otros diez somalíes, de los que murieron nueve.
La primera parada del Papa en Lampedusa fue Cala Pisana, donde se encuentra el cementerio de la localidad, con centenares de tumbas sin nombre de los cuerpos que deposita el mar en la orilla de la isla. Allí, fue recibido por el arzobispo de Agrigento, monseñor Francesco Montenegro, y la alcaldesa de Lampedusa, Giuseppina Nicolini, para quien esta visita «cambiará la Historia, pues Europa, con sus políticas de inmigración, ha evitado hasta ahora el problema y ha mirado para otro lado, para no ver la inmensa tragedia de los viajes de la esperanza a través del Mediterráneo», recoge la Agencia Efe. «Ahora, Europa no podrá desviar la mirada. El Papa ha hecho visibles a los invisibles», recalcó la alcaldesa, quien, el pasado mes de febrero, envió una carta a la Unión Europea con el título ¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?, y donde se mostraba «escandalizada por el silencio de Europa» y reconocía que enterrar los cadáveres de los ahogados era «algo insoportable para mí y un enorme peso de dolor» para los habitantes de Lampedusa.
En Cala Pisana, el Papa Francisco se subió a bordo de un barco de la policía –desde el que se ha rescatado a treinta mil personas en ocho años– para recorrer la costa, arrojar una corona de flores al mar, y rezar por las otras ocho mil que han muerto, desde 1990, en el Canal de Sicilia, según datos recientemente publicados por la Comunidad de Sant’Egidio.
Rezo por los que no están
Antes de la celebración de la Eucaristía, el Santo Padre saludó personalmente a un grupo de inmigrantes que le esperaban en Punta Favarolo. Uno de ellos, de origen árabe, habló en nombre de todos los refugiados e inmigrantes de Lampedusa. En su breve intervención, señaló que ellos huyeron de su país -como Awad- «por motivos políticos y económicos», y describió al Papa los obstáculos superados para llegar hasta Europa, «como ser secuestrados por traficantes». Finalmente, el joven pidió ayuda al Papa Francisco y a otros países, y dio «gracias a Dios» por su presencia. «Rezo por vosotros, también por los que ya no están» respondió el Papa, tras abrazar al joven y estrechar las manos del resto.
En el Estadio Arena de Lampedusa, casi la isla al completo le esperaba para celebrar la Misa, repleta de símbolos: el báculo y el cáliz estaban hechos con la madera de un cayuco naufragado. El altar era una patera y el ambón un timón de madera, tras el que el Papa Francisco dirigió palabras fulminantes a los presentes: «Inmigrantes muertos en el mar, desde esas barcas que, en lugar de ser una vía de esperanza, han sido una vía de muerte. Cuando hace algunas semanas conocí esta noticia, que, lamentablemente, tantas veces se ha repetido, mi pensamiento ha vuelto a esto continuamente, como una espina en el corazón que causa sufrimiento», reconoció el Santo Padre. Por este motivo, «he sentido que debía venir aquí a rezar». Pero también hay otra razón: «Despertar nuestras conciencias, para que lo que ha sucedido no se repita».
Tras agradecer su labor a los habitantes de Lampedusa, a las asociaciones, a las fuerzas de seguridad que trabajan con los inmigrantes, al arzobispo monseñor Montenegro, y a la alcaldesa Giusy Nicolini –«ustedes son una pequeña realidad, ¡pero ofrecen un ejemplo de solidaridad!»–, el Papa se dirigió, específicamente, a los inmigrantes musulmanes, que comienzan estos días el ayuno del Ramadán: «La Iglesia está cerca de ustedes en la búsqueda de una vida más digna».
El Papa también pidió a los presentes una reflexión en torno a la pregunta de Dios a Caín: ¿Dónde está tu hermano? «Muchos de nosotros, también yo me incluyo, estamos desorientados, y no estamos atentos al mundo en que vivimos; no cuidamos lo que Dios ha creado para todos, y ya ni siquiera somos capaces de custodiarnos unos a otros». Por eso, no somos capaces de dar «comprensión, acogida y solidaridad» a aquellos que buscan «un lugar mejor para ellos y sus familias», y que, finalmente, «han encontrado la muerte».
«¿Quién es el responsable de este sufrimiento?», se preguntó. «Hoy, nadie se siente responsable», recalcó. «Hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna, miramos al hermano medio muerto en el borde del camino, quizá pensamos: Pobrecito, y continuamos por nuestro camino, no es tarea nuestra; y con esto nos tranquilizamos y nos sentimos bien». Es «la cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a los gritos de los demás», lo que calificó como «la globalización de la indiferencia, que nos habitúa al sufrimiento del otro, que no nos concierne» y que «nos hace olvidar la experiencia de llorar, de padecer con el otro». Y clamó: «¿Quién de nosotros ha llorado por este hecho y por hechos como éste? ¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por estas personas que estaban en la barca?».
Concluyó el Santo Padre pidiendo al Señor «la gracia de llorar sobre nuestra indiferencia, sobre la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, y también en aquellos que, en el anonimato, toman decisiones socio-económicas que abren el camino a dramas como éste». Además, pidió perdón al Padre «por la indiferencia hacia tantos hermanos y hermanas», por quien «se ha acomodado, se ha encerrado en su propio bienestar que lleva a la anestesia del corazón», y por «aquellos que con sus decisiones a nivel mundial han creado situaciones que conducen a estos dramas».