De la carta de Errejón lo que más me ha preocupado es la «contradicción entre el personaje y la persona». Me inquieta, no por él (¿será un farol?), sino por lo que tenga de generalizable. Podrían aparecer ahora ladrones de banco fijos discontinuos o torturadores de temporada. Es preciso averiguar cuál de los dos es el personaje y cuál es la persona, y cuál de los dos tiene el timón (si es que solo hay dos). Además, debemos saber cómo los distingue y cómo hace el reparto de bondades, maldades y toxicidades.
A todos nos pasa —ya el pasivo tiene algo victimista— que alguna vez hacemos cosas que no se corresponden con nuestros ideales. Hago lo que no quiero, decía san Pablo. Si damos rienda suelta en la sombra a las incoherencias, crecen como ratas. Cuanto más las trabajamos más contenidas quedan. Pero siempre están ahí agazapadas. Es absurdo echar la culpar a demonios y toxicidades. Esto no va de masculinidades o cualquier otra máscara colectiva. Todos, con independencia de la raza y el sexo, somos una antología de contradicciones, como dijo Borges.
De hecho, su partido se sirve de esa paradoja como paraguas para su ideología: en su discurso somos una serie inconexa y fluida de personajes; «no existe una identidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad se construye por las mismas expresiones», reza su santa Butler. No hay apetencias desviadas o pensamientos intrusivos. Son todos mis personajes que desfilan por mi vida con idéntico derecho de existencia.
Claro que la idea funciona en abstracto. Cuando el Errejón de turno disfruta con algo que molesta pasan a torturarlo. Entonces Errejón (su persona, su personaje o el que le pille más cerca) debe preguntarse quién es él de entre todos los que han cobrado vida en sus pasiones. Él quiere creer, o hacernos creer, que es el bueno (los comunistas son buenos) y que es víctima de un superego (¿un ego superlativo?) neoliberal y patriarcal.
Heidegger salió de ese jaleo al leer al maestro Eckhart (La mística de una luminosa nada): «Dios nos pone una tarea fácil. Nos pide abrirnos a la nada». No somos víctimas de nadie; solo la nada nos limita y tú pones borde a tu infierno. Claro que ante la pura nada uno puede perder el interés por todo. Escucha bien la frase: es Dios quien pide que nos abramos a la nada. Una vez liberados por la nada, solo ante Dios merecemos recomponer nuestros fragmentos. Solo bajo su mirada misericordiosa nuestro yo encuentra su centro entre tantas contradicciones: porque «Dios ve a las almas en su cara más interna y, además, con todo su poder». Ante Él quizá se atreva a pedir perdón en lugar de echarnos la culpa a los demás.