«¿Qué tengo que hacer?» - Alfa y Omega

«¿Qué tengo que hacer?»

15º Domingo del tiempo ordinario / Lucas 10, 25-37

Marta Medina Balguerías
'El buen samaritano'. Aimé Morot. Museo de Bellas Artes de la Villa de París (Francia).
El buen samaritano. Aimé Morot. Museo de Bellas Artes de la Villa de París (Francia). Foto: Marc Baronnet.

Evangelio: Lucas 10, 25-37

En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». Él respondió: «“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza” y con toda tu mente. Y “a tu prójimo como a ti mismo”». Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».

Comentario

La parábola del samaritano es tan bella y profunda que a menudo vamos directamente a ella sin reparar en el breve diálogo que la precede. «¿Qué tengo que hacer?» es la pregunta que pone en marcha este diálogo. Hoy te invito a que medites primero esta pregunta. El maestro de la ley sabía la respuesta. Por algo era un maestro. Como diríamos ahora, «se sabía la teoría». ¿Por qué, entonces, le hace esta pregunta a Jesús?

Me parece que a todos nos sucede esto mismo a menudo: queremos «la receta mágica», que alguien nos diga exactamente lo que tenemos que hacer en cada caso para obrar bien o para conseguir lo que andamos buscando. Sin embargo, Jesús no entra al trapo ante este tipo de preguntas. Él no nos trata con paternalismo: no nos da una respuesta fácil o un recetario moral para saber cómo comportarnos en cada caso. Tampoco dice exactamente lo que uno tiene que hacer para heredar la vida eterna.

Jesús es un maestro del diálogo socrático. Ante una pregunta responde con otra, nos hace pensar. «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». Me imagino un toque de ironía en esta interrogación, puesto que si un maestro de la ley no se sabe la ley sería un hazmerreír. Jesús sonríe y, a través de sus preguntas, le hace ver a su interlocutor que él ya sabe lo que «hay que hacer», ya sabe que hay que amar a Dios y al prójimo.

Sorprendentemente, el maestro de la ley no se da por vencido y sigue cuestionando: «¿Quién es mi prójimo?». Llegados a este punto, da la sensación de que está buscando excusas para no abrazar el mandamiento del amor en toda su radicalidad. No saber lo que tenemos que hacer o a quién se nos pide amar se puede convertir, a veces, en una excusa para quedarnos en las elucubraciones y no acabar de entregar la vida, para teorizar sobre el amor y no amar en acto.

Ante la última pregunta, Jesús cambia de estrategia y cuenta una historia. En esa historia aparece gente que se ha puesto en camino y se dirige hacia algún sitio. Quizá esa es la primera respuesta implícita que nos da el Señor en su Palabra: para amar hay que empezar por ponerse en camino.

A lo largo de dicho camino, nos vamos encontrando gente y no toda vive lo mismo ni reacciona ante ello de la misma forma. El samaritano no pensó lo que «hay que» hacer, sino que se compadeció y se acercó al hombre sufriente. Esta es la actitud de quien ve al otro como su prójimo: quien se detiene, se deja afectar por él, se involucra y cuida del otro. «Lo cuidó», dicen las Escrituras. Quizá la respuesta a nuestros grandes interrogantes, como la vida eterna, empieza por los actos sencillos con quienes tenemos alrededor. Las inquietudes metafísicas solo tienen respuesta en el amor, pero el amor no es abstracto, sino concreto: encontrarse a alguien, dejarse afectar, cuidar. Así de sencillo y así de complejo, porque la velocidad a la que vivimos hoy nos dificulta hacer este ejercicio de detectar el sufrimiento ajeno, parar y cuidar.

«Anda y haz tú lo mismo». Así termina el diálogo. Así pues, «¿qué tengo que hacer?». «Lo mismo que el samaritano». Este no se preguntó lo que tenía que hacer, sino que se conmovieron sus entrañas, se compadeció y cuidó del prójimo. Quizá, implícitamente, el Señor nos esté invitando a una conversión del «tener que» a «querer» elegir al otro. El amor es, o debería ser, gratuito.