«Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde»
VI Domingo de Pascua / Evangelio: Juan 14, 23-29
Estamos cerca de Pentecostés, y el mensaje bíblico de estas semanas, conforme nos vamos aproximando a esta gran fiesta de la Iglesia, tiene más incidencia para prepararnos en la vivencia eclesial y en la recepción del Espíritu Santo.
De este modo, la primera lectura de Hch 15 es ya sintomática: transparenta el alma de la Iglesia y presenta los orígenes de la Iglesia en uno de los acontecimientos más importantes de su nacimiento, un momento significativo y peligroso a la vez, pero asistido siempre por el Espíritu Santo. Nos relata el llamado Concilio de Jerusalén: una reunión de los principales apóstoles, los enviados de la Iglesia de Antioquía (Pablo y Bernabé), y los presbíteros de Jerusalén, porque hay un conflicto. En Antioquía, donde ya han entrado gentiles en la Iglesia, llegan misioneros predicando con fuerte insistencia que para salvarse había que circuncidarse, es decir, primero había que ser judíos, y después abrirse a Jesús. Pablo y Bernabé, y la Iglesia de Antioquía en general, se oponen totalmente. El problema real es si esos gentiles tienen antes que hacerse judíos, es decir, si tienen antes que vivir como judíos y luego recibir la predicación de Jesús, o pueden confrontarse directamente con la fe en el Señor. La cuestión de fondo es si Jesucristo representa un escalón más –el más importante quizá– en el judaísmo, o si es la novedad absoluta, la entrada personal de Dios en el mundo que abre el judaísmo, que se va a adentrar en todas las culturas y que se va a repartir por toda la humanidad.
En la segunda lectura (Ap 21) nos acercamos al final del libro del Apocalipsis, un libro lleno de imágenes, con un mensaje muy realista e inteligible por los cristianos de entonces. Ellos están perseguidos por el emperador romano. El Señor Jesús no acaba de llegar. Y el Apocalipsis es un libro –en clave, con símbolos– para alentar a los cristianos, porque el Señor triunfará. Es un libro que los anima a soportar el sufrimiento, porque Dios no está ausente de él. En el pasaje que proclamamos en este domingo se nos anuncia la Iglesia: la Ciudad Santa, Jerusalén, que baja del Cielo. La Nueva Jerusalén es la Ciudad de Dios, y es la restauración del Paraíso.
En el Evangelio de este domingo (Jn 14, 23-29) continuamos con los discursos del adiós, con el testamento de Jesús. Parte de una llamada a la fe en Jesucristo, a la escucha de su Palabra. Es la Palabra de Jesús la que nos vincula al Padre, la que nos une a Dios, la que nos conduce al Cielo. Quien guarda su Palabra vivirá en el Señor. Cada persona, cada uno de nosotros, será también la Jerusalén celestial, la ciudad de Dios, porque dentro de cada uno está la historia, el mundo. Esa relación entre Jesús y el Padre, de ida y de vuelta, de misión, es la que va a permitir, escuchando su Palabra, penetrar en el ámbito divino: morar en Dios y Dios morar en nosotros.
Jesús habla del Paráclito, el Abogado defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en su nombre. No es algo distinto a la venida del Señor. Es su gloria. El Espíritu Santo será anuncio, es decir, nos conducirá a la verdad plena (cf. Jn 16, 13), y nos irá llevando por la historia descubriendo matices, conexiones, consecuencias de la Palabra del Señor. Y nos dará la paz de Dios, que es coraje y valentía.
Jesús nos invita a no tener miedo. Podremos sufrir persecuciones, acosos, ataques, desprestigio… Pero el Señor es más grande que todo eso. El Espíritu Santo está dentro de nosotros. No temamos, porque tendremos fuerza y valor para llegar donde tengamos que ir, con la esperanza de que en la llegada está el encuentro definitivo con el Señor.
Las lecturas de este domingo nos empujan a abrir un periodo hasta Pentecostés de oración intensa por la Iglesia, para que el Señor le conceda el Espíritu y pueda cumplir su tarea. Hoy vivimos, por un lado, un momento maravilloso de la Iglesia: ¡cuántos cambios y saltos hacia adelante, y qué maravillosos replanteamientos de su misión y presencia en el mundo! Pero, por otro lado, es un momento de acoso y derribo de la Iglesia, aprovechando sus miserias que tanto salen a la luz.
La Iglesia es misión, una gran misión en el mundo: llevar hasta el final el servicio del Evangelio. No olvidemos que yo, cristiano, soy Iglesia, y si algún día la juzgan yo estoy siendo juzgado. Si soy Iglesia, tengo que amar intensamente a mi Iglesia, y me tienen que doler sus heridas como si fueran mías, y tengo que hacer penitencia y pedir perdón por sus pecados. Y, finalmente, si soy Iglesia y la amo, colaboro con su edificación, cada uno según la manera que Dios le concede. Puedo colaborar fundando una familia que sea Iglesia, hogar cristiano, desde un matrimonio que lo sea de verdad, casados en el Señor (y no en la vanidad y en el consumo), desde la ayuda a la parroquia en tantos campos pastorales, desde la consagración total a Dios y desde la vocación sacerdotal.
Pronto llegará Pentecostés, la fiesta de la Iglesia. Preparémonos para celebrarla con todo el corazón.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».