—¿Cómo va lo vuestro?
—Como siempre; esperando.
Es la respuesta mecánica que puedo ofrecer desde hace varios años, los que llevo viviendo en un Adviento continuado, en una eterna espera sin fecha de resolución y con la única certeza de la esperanza. «Piensa que es como estar embarazada, solo que un poco más largo», nos dicen los técnicos que acaban de revisar un extenso paquete burocrático lleno de motivos por los que, gracias a Dios, somos aptos para ser padres de adopción.
No es como estar embarazada. La dulcificación del proceso no añade verdad. Solo la intenta embellecer. Que, en ocasiones, ayuda. Pero no. No puedes ver cada mes —si tienes seguro privado y poca paciencia— cómo tu pequeño se va formando en tu interior. No puedes escuchar el latido de su corazón con los inventos para aplacar los nervios de madres primerizas. No puedes ver cómo su cabecita está tan pegada a la placenta que en nueve meses los médicos no son capaces de sacar ni una imagen de su cara —tal y como le pasó a su hermana, Inés—. No puedes saber que tal día sales de cuentas. No sabes nada. Solo queda esperar.
Alguien me dijo alguna vez que la espera educa el deseo. Inmersos en la sociedad del lo quiero, lo tengo sin ningún esfuerzo, tener que esperar no días ni meses, sino años, se antoja incomprensible. «Innecesario», me dicen muchos. «Para qué quieres adoptar, si tú puedes tener hijos», dicen otros. Yo, mientras hago oídos sordos, estoy aprendiendo a ver el lado positivo del abismo. Estoy realmente educando mi deseo. Este tiempo ensanchado favorece la fantasía de recrear tantos detalles que la prisa no me dejaría ni imaginar. Si habrá nacido ya. Si se acunará solito o solita, porque no tenga a nadie que se siente a su lado para velar su sueño. Si le gustará la tortilla de patatas. Si querrá abrazarme cuando me vea.
Empieza la espera para María y me arrullo bajo su manto. Ella tenía la certeza de un sí otorgado a un ángel. Pero tampoco tuvo ecografías cada trimestre. Ni análisis de sangre o pruebas de azúcar. No tuvo urgencias en la puerta de casa por si había un sangrado inesperado. Por no tener, no tuvo ni un hogar para dar a luz. Y, aun así, elegida por Dios, nació el Hijo. Qué mayor esperanza.