Propio y ajeno
Lo humano no puede ser o mucho o poco. Igual que lo robótico puede mejorarse, nada en la dignidad humana puede ser alterado
La irrupción de lo tecnológico ha llegado a extremos tan hilarantes que el proceso se irá revertiendo hasta situarlo en parámetros racionales. En Japón, la empresa fabricante de Pepper, un robot aparentemente programado para entender las emociones humanas, está viendo cómo muchas de las personas y empresas que compraron unidades las están devolviendo por la sencilla razón de que no realiza lo prometido, esto es, actuar como una persona. El último episodio de frustración antropológica lo experimentó una empresa funeraria que vistió a Pepper de clérigo budista y lo programó para que cantase una serie de sutras en las ceremonias de despedida de los fallecidos. No hubo manera. Fallaba y fallaba, y antes de que se arrancara por bulerías en un funeral decidieron devolver el robot porque, claro, no era lo suficientemente humano. Y aquí la gradación es una cuestión ética: lo humano no puede ser o mucho o poco. Igual que lo robótico puede mejorarse, sintetizarse, licuarse, nada en la dignidad humana puede ser alterado. Homo sum, humani nihil a me alienum puto, dice el proverbio latino. Soy un hombre, nada humano me es ajeno. Es más: si todo lo humano me es propio, todo lo que no lo es me será siempre ajeno. Es la proximidad la que nos humaniza, toda la colección de afectos que, como hombre, puedo sentir ante el prójimo. En la robótica no se da la alteridad, sino la conectividad; no hay comunicación porque en su programación no cabe la relacionalidad. Si el robot puede resultar de gran ayuda en la codificación de datos, nada puede hacer en la traducción de la mirada, en el peso de la lágrima, en el infinito dolor por la pérdida. Llevar el algoritmo a la dimensión espiritual es algo así como echarle Coca Cola a una planta y esperar que dé fruto.
El hombre aprende, en sentido estricto, mediante el encuentro con otro alguien, en quien se reconoce, con quien comparte un mismo catálogo de preguntas fundamentales. Entre ellas, el interrogante por la propia identidad. ¿Quién soy yo? En la imagen, el robot trata de camuflarse entre un grupo de bailarinas. Incluso se señala a sí mismo: pero, al mirar con franqueza, lo que queda es la nada. Porque señala a un programa sin alma, a un hacer sin ser, a un código binario incapaz de interpretar las realidades complejas, a un ser que no sabe que es.
La muñeca robot señala su pecho vacío y aunque la coreografía la ubica en un centro imposible, nada en ella es original. No es una criatura, sino una fundición. A su lado, en una paradoja ineficaz, el cuerpo de bailarinas intenta ocultar su humanidad en un oscuro escenario de frialdad y muerte. Pero ni aun así: en cada arruga de sus talones, en cada célula de sus orejas y en cada misterio de su mirada reside la inigualable huella de Quien, lejos de programarnos, nos creó eternos y libres. Al final, el espacio que separa la creación de la invención es inasible, impronunciable, de una dimensión que escapa a nuestro conocimiento. El hombre sigue intentando recrear una especie de génesis biotecnológico mientras, en lo inmarcesible de su corazón, sabe que nada es por sí mismo y que toda su ciencia será siempre delegada.