Acaba el Papa Francisco de convocar un consistorio para crear 14 cardenales. ¿Me ha gustado la lista? Gustarme, lo que se dice gustarme, me hubiera gustado el cardenalato de Dolores Aleixandre, de Andrea Riccardi, de algunos buenos catequistas del Congo o Nigeria, de algunos obispos de prestigio y evangélicos de diócesis pequeñas, de un par de laicos sabios, de algún teólogo con sentido común. Es decir, me hubiera gustado un cambio más drástico del concepto del cardenalato, aunque me resulta evidente que Francisco está convencido de que Jesús al exigir «nacer de nuevo» se refiere no solo a las personas sino, también, a las instituciones.
Por eso, aunque, obviamente, el Papa mantiene el cardenalato, no cabe duda de que en el transcurso de los diversos consistorios va erosionando el esquema tradicional, de forma que, en cada elección, se preocupa por escoger sus miembros directamente de la comunidad cristiana, testigos del Dios vivo en la sociedad y aceptados por los creyentes de a pie por su capacidad y su identificación con la salud y la enfermedad, las tristezas y las angustias de sus conciudadanos. «¿De qué discutíais en el camino?», preguntó Jesús a los discípulos en una ocasión. Discutían de quiénes de ellos serían los primeros, y Jesús comentó con naturalidad: «El último y el servidor de todos será el primero», señalando un criterio difícilmente compatible con la noción habitual de los purpurados.
Creo que, para el Papa y para el cristiano actual, los cardenales no deben ocultarse en camisones de púrpura sino en la convicción de que deben apoyar al Papa en su función diaconal de comunión eclesial y de universalidad fraterna y ecuménica, transformando así una Iglesia armazón y burocracia en una comunidad de comunidades, una Iglesia que no solo habla sino que es entendida y seguida por su coherencia entre mensaje y actuación.
El Papa tiene que sustentarse en todos los obispos para realizar su viaje a los infiernos del siglo, y tendría que contar más expresivamente este nuevo modelo de cardenales, que, manteniéndose como puro capricho pontificio, se conviertan en gestos concretos de valores de misericordia, ternura y solidaridad, en signos del amor de Dios y de la Iglesia situados en los precipicios del mundo, en las periferias de la mundanidad, de forma que quienes eligieran al Papa no fueran los príncipes eclesiásticos sino los heraldos que inflaman con su vida, ternura y caricia a los creyentes.
Para ello, deben abandonar radicalmente el ser príncipes de la Iglesia con una inercia de siglos que tiene poco que ver con el Cristo que no tiene donde reclinar la cabeza, y convertirse en testigos de un Evangelio sin glosa, de una Iglesia sin fatiga, que practique un amor incondicional con líderes que son tales porque son santos.
¿Un sueño irrealizable? ¿Es posible una Iglesia y unos cardenales que no persigan este sueño? Estoy seguro de que Francisco lo alienta.