Cada vez veo con más claridad que la atención es un asunto de vida o muerte. La mayoría de los problemas que padecen mis alumnos —depresión, ansiedades, agitación crónica— derivan de un descuido: viven a tanta velocidad que no son capaces de darse cuenta de la vida. Enseguida que empiezan algo —la lectura, la película o una conversación— desconectan. No saben estarse atentos. Nacidos en el ecosistema tecnológico, están acostumbrados a un exceso de estímulos y su capacidad de recogimiento no se ha desarrollado. El clima tecnológico acorrala la vida del espíritu.
La crisis de la atención tiene más repercusiones de las que pensamos: la incredulidad de la sociedad posmoderna está relacionada directamente con esta vida rápida. El declive del cristianismo, creo, se debe en parte a no saber responder a este problema contemplativamente. Byung-Chul Han afirma en su Elogio de la vida contemplativa que «la crisis actual de la religión es una crisis de atención». Y añade: «Estamos perdiendo cada vez más la capacidad contemplativa. La creciente obligación de producir y comunicar dificulta la pausa contemplativa». Es decir, que Dios no puede separarse de la atención. No se puede ser un verdadero creyente si no se atiende a la realidad. Si uno no sabe detenerse delante de la flor que ha brotado en el camino a casa, por ejemplo. O, dicho con otras palabras, uno no elige creer en Dios o no hacerlo. Sencillamente se da cuenta de Dios o lo desatiende.
Uno ama a Dios, pienso, cuando vive a ras del suelo y presta atención a esta vida mortal. Cuando cada instante es atendido con la ternura con la que se abraza a un bebé. Con la que peinamos la cabeza de un hijo antes del colegio. Cuando hablo de Dios pienso en el amor. El amor y la atención no pueden separarse. Miento si aseguro que amo a una persona y no presto atención a lo que me está contado. Cuando amo a una persona estoy pendiente de sus problemas, la escucho y no desatiendo sus estados de ánimo. Lo que escarcha su corazón escarcha el mío.
Thich Nhat Hanh afirma: «Si existe una crisis espiritual del siglo XX es porque no hemos puesto a Dios en el sitio adecuado, esto es, dentro de nosotros y del mundo que nos rodea. Somos un milagro y estamos rodeados de milagros».
Sin pausa la vida se torna un borrón informe, como el paisaje que la velocidad del AVE difumina y vuelve confuso. No percibimos, a fin de cuentas, todo cuanto está a nuestro alcance y es milagroso. Tenemos que devolver a Dios a su lugar de origen, que es la realidad. En el cristianismo no es azaroso que todo comience con un pesebre lleno de paja: los medios elegidos son elementales. Nada que ver con la Ciudad del Vaticano. La cristiandad nos acostumbró a lo grandioso y abstracto en Occidente y alejó la fe del vaso de leche o de la vela que arde en una mesa de la casa. Si la gente acude a tradiciones orientales es porque aquí no encuentra respuesta a la crisis de la atención. Porque se ha desamparado la realidad a la que tanto amaba la hipersensible de Lisieux. Mientras humean las ruinas de la antigua cristiandad, la Iglesia titubea frente al mundo actual sin saber qué responderle. Y se polariza: o bien da la razón a todo por miedo a quedarse sola en el recreo, o vive a la defensiva, radicalizándose en el dogma.
Cuando invito a retomar el cultivo de la atención no estoy pensando en una estrategia para alcanzar el bienestar psicológico o la cacareada paz interior, convertida en un negocio de la industria. La lógica utilitarista debe ser descartada. Hablo de la atención y pienso en mi abuelo: con qué entrega cuidaba su huerto o cómo ordenaba los aperos. Cuando seamos capaces de no separar la oración de la colada o el fregado de la vajilla, Dios volverá a caldear los corazones. Da igual si los templos se vacían, eso no tiene importancia. Si prestamos atención, nos daremos cuenta de que nunca hemos estado solos.