El 2 de febrero celebramos en toda la Iglesia el Día de la Vida Consagrada. Este año lo hacemos con un lema sugerente: La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido. ¡Qué importancia tiene para todos los hombres mostrar vidas que sean explicación de ciertas palabras que muy a menudo utilizamos! Una de esas palabras que utilizamos y manoseamos es fraternidad. Pero, ¿qué significa y qué contenido le damos a esta palabra? Podemos desfigurarla cuando solamente hablamos de la fraternidad teóricamente. Hoy es necesario mostrar con hechos el contenido que tiene que tener esta palabra para no dar títulos o titulares vacíos que nos justifiquen, pero que no ayudan a mostrar esperanza, a eliminar polarizaciones y sospechas.
1. Una apuesta en la vida cristiana
La vida consagrada apuesta por mostrar con claridad y sin disimulos lo que en verdad significa la fraternidad, sin teorizaciones ni recetas, sin descalificaciones ni confrontaciones, sino poniéndose al lado de personas concretas, viviendo en cercanía, compartiendo todo y poniéndose al servicio los unos de los otros. Muestra que se puede vivir un proyecto común de entrega total a los demás, en el que se pone en el centro a Jesucristo que nos ama y nos hace superar toda clase de distancias entre nosotros, porque nos invita a vivir de y con su amor como hermanos, en absoluta confianza, sin repliegues de ningún tipo porque son siempre los que nos amenazan creando desconfianzas, generando miedos, creando muros que rompen y dividen. ¡Qué importancia tiene vivir estando atento a las necesidades de los hermanos concretos que tengo alrededor de mi vida!
2. Verificación de la apuesta en la Iglesia en Madrid
La apuesta por la fraternidad de la vida consagrada se ve en Madrid a través de las 843 comunidades que viven en fraternidad. En Madrid tienen su presencia 404 congregaciones y algunas de ellas tienen la casa general entre nosotros. Pero ¿quiénes son? Son hombres y mujeres que no se conocían antes, tuvieron la llamada del Señor y entraron en su congregación, hombres y mujeres que provienen de lugares y a veces de culturas diferentes, pero que, acogiendo a Jesucristo y desde su propio carisma, hacen verdad lo que el Papa Francisco nos dice: «Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos mutuamente a llevar las cargas» (Evangelii gaudium, 67). Y en concreto la vida consagrada lo hace desde una comunidad en la que la vida fraterna se construye con la adhesión incondicional a Jesucristo en un carisma que muestra el Evangelio con una singularidad concreta.
El lema de este año, La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido, quiere expresar y quiere vivir la fraternidad asumiendo con todas las consecuencias lo que el Papa Francisco nos dice: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no hay pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza de la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien» (Evangelii gaudium, 2). La vida consagrada quiere mostrar sin maquillajes, sin aparentar, que nos pertenecemos los unos a los otros. Este momento que vivimos de pandemia, de la COVID-19, nos está mostrando la necesidad y la urgencia de cuidar nuestro mundo y de sentirnos hermanos: nos manifiesta un cambio de época en el que hemos de afrontar con todas las consecuencias la misión vivida en comunión, en sinodalidad, en unidad y en tensión evangelizadora. Hay necesidad y urge entrar en los lugares y lógicas de las gentes para saber acompañarlas por los caminos que transitan, generando personas conscientes, críticas, compasivas y con un compromiso por los demás; hemos de propiciar una mayor atención a las familias; seamos creativos siempre a favor de los necesitados; contribuyamos a vincularnos los unos a los otros; vivamos la solidaridad; acojamos, protejamos, promovamos e integremos a los migrantes; siempre muy cerca de las personas dese el servicio humilde como instrumento de la misericordia de Dios.
3. Contribuir a la unidad en la diversidad
Desde el carisma originario, cada comunidad de vida consagrada en Madrid vivís en y con la alegría del Resucitado esa tarea de construir la unidad en la diversidad. Ved siempre vuestra vida comunitaria como una llamada del Señor permanente en cuyas manos sabemos que está el presente y el futuro de toda realidad humana. Hacéis y construís la fraternidad desde una inserción clara en el dinamismo pascual, fruto de vuestra oración y de la Eucaristía celebrada día tras día, donde renováis la comunión con Cristo crucificado y resucitado y donde experimentáis la alegría de permanecer en su amor.
Todo ello hemos de considerarlo el alma de vuestra acción, ya que de esa vida nace la misión. Esa misión que se realiza antes que con obras externas con vuestro testimonio personal y comunitario. Fieles al carisma fundacional, tenéis un estilo de vida, unas obras de apostolado y de promoción humana, que van provocando de manera silenciosa la predicación del Evangelio. ¡Qué bello es ver las comunidades insertas en este mundo que vive lacerado por muchos intereses a veces contrapuestos, deseosas de unidad y fraternidad! En ellas viven personas de diferentes edades e incluso de diferentes culturas, pero que se hacen presentes en medio del mundo como signo de un diálogo siempre posible entre todos los hombres.
Vuestras comunidades sienten el deseo y el compromiso de convertirse en signos e instrumentos de unidad en un mundo que pone en contacto y confrontación realidades diferentes entre sí. Sois un desafío, deseáis ser un desafío desde una perspectiva evangélica siempre llamando a una comunión cada día mejor vivida y más profundamente expresada. Y es que el camino más excelente que se puede recorrer es siempre el de la caridad (cf. 1 Co 12, 31). La caridad siempre armoniza las diferencias.
4. La Eucaristía, momento culminante para vivir y mantener la fraternidad, para aprender a construirla y a comunicarla
Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (Gaudium et spes, 22). En la Eucaristía diariamente celebrada vivimos ese momento culminante en el que Jesús, al darnos su Cuerpo y su Sangre, nos revela el misterio de su identidad y nos indica el sentido de nuestra vocación. ¡Qué hondura adquieren nuestra vida y la de los demás! El significado de la vida humana está precisamente en aquel Cuerpo y en aquella Sangre; por ellos nos ha venido la vida y la salvación. Y cuando entramos en comunión con el Señor, damos su vida y ofertamos su salvación, pues nos hemos identificado con Él, haciéndonos don para los demás. Cuando nos identificamos con Jesucristo en la Eucaristía y nos alimentamos de ese Cuerpo y esa Sangre recibimos su fuerza y nos transformamos en don para los demás. Aquí tiene sentido meditar aquellas palabras de san Agustín: «Sed lo que recibís y recibid lo que sois» (Sermón 272, 1, en Pentecostés).
Contemplemos lo que supone para nosotros estar atentos y ver cómo se hacen vida en nosotros estas palabras del Señor: «Cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su presencia. Se dijeron una a otro: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba la Escrituras?”» (Lc 24, 30-32). Todos los días se pone el Señor a la mesa con nosotros y nos alimenta y hace posible que nuestro corazón arda de su mismo amor para entregárselo a los demás, a quienes encontremos por el camino, para acentuar nuestra vida de fraternidad y hacer más visible y evidente que somos hermanos. ¡Qué bella es la llamada que se nos hace en la Eucaristía a encauzar la fuerza del amor del Señor hacia todos los que encontremos en el camino! ¡Cuántos cambios origina el Señor en nuestra vida! Como nos dice el relato de los discípulos de Emaús, se nos abren los ojos a la realidad más grande y arde nuestro corazón.
Adorar al Señor, amarlo, nos da valentía para ser apóstoles de la fraternidad, de la comunión, de la unidad, para ser constructores de puentes, para unir y reconciliar, para creer en la vida y acoger siempre la llamada que viene de Dios, para eliminar las relaciones que vienen de la sospecha y de la desconfianza, para abrirnos a ideales grandes. Seamos dadores de la belleza que salva y da vida, que es creadora de los bienes que necesita el ser humano para vivir todos juntos y descubrir que somos hermanos.
5. Llamados a ser educadores de la fraternidad en este mundo
En el capítulo II de Fratellli tutti, el Papa Francisco nos invita a buscar una luz en el momento y las circunstancias en las que estamos. Para ello nos propone la parábola del Buen Samaritano. En el contexto actual que estamos viviendo, hemos de descubrir que detrás de esta parábola está esa pregunta que nos tenemos que hacer siempre para ver cómo estamos caminado, la misma que Dios le hizo a Caín: «¿Dónde está tu hermano?». En esta pregunta y en su respuesta, «¿acaso yo soy guardián de mi hermano» (Gn 4, 9), está el fondo en el que hemos de situar nuestra vida.
La vida consagrada invita a todos a construir una convivencia diferente, un mundo diseñado por el cuidado al otro sea quien sea; estamos en este mundo para cuidar, para hacer y entrar en la verdadera cultura del cuidado, del encuentro. Las comunidades hacen realidad estas palabras: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3, 14). Gracias, queridos hermanos y hermanas, porque, a través de vuestra vida comunitaria, nos hacéis ver que tenemos que ampliar nuestro círculo no por razones de amistad o de pensar de la misma manera, sino para mostrar el amor de Jesús, ese con el que Él nos ama. Ese es el amor que tenemos que irradiar a todos los que nos encontremos. Y lo hacemos concreto, vivido y manifestado en nuestras propias comunidades.
Tengo guardadas en mis fichas unas palabras que, en el centenario de la canonización de san Juan Bautista de la Salle, el Papa san Juan Pablo II dirigió a los Hermanos de La Salle. En un mensaje de gran actualidad para ellos y para todos los consagrados, decía: «Por tanto la educación, más que un oficio, es una misión, que consiste en ayudar a cada persona a reconocer lo que tiene de irreemplazable y único, para que crezca y se desarrolle. […] La educación queda incompleta si no lleva al aprendizaje del respeto a la vida y a la libertad, del servicio a la verdad y del deseo de entrega de sí» (Mensaje a los Hermanos de La Salle, 2 de mayo de 2000). Es verdad que se lo decía a los hermanos que dedican la vida «a formar a cada hombre, a formar al hombre integral». Pero también es cierto que todos los consagrados, con vuestra vida y testimonio, allí donde estáis, con vuestra manera de ser y de vivir, ayudáis a servir a la vida, a que esta se desarrolle en su plenitud, a servir a la libertad, a servir a la verdad y al deseo de entrega de sí. De alguna manera, todos construimos el futuro junto a los demás, pero vosotros los consagrados, desde la singularidad de vuestro propio carisma, tenéis la misión de hacer realidad un modo de vivir que educa a quienes tenéis a vuestro lado, porque «al amor no le importa si el hermano herido es de aquí o es de allá. Porque es el amor que rompe las cadenas que nos aíslan y separan, tendiendo puentes; amor que nos permite construir una gran familia donde todos podamos sentirnos en casa. […] Amor que sabe de compasión y de dignidad» (Fratelli tutti, 62).
6. Llamados a diseñar una época nueva en la que ya estamos
He de decir que la vida consagrada tiene un reto en este tiempo que hemos comenzado ya. La COVID-19 marca un cambio de época y debemos aprovechar este kairós, porque todo momento tiene su kairós, para afrontar la misión ahora, la que nos ha dado Jesucristo cuando nos dijo también a nosotros: «Id por el mundo y anunciad el Evangelio». Para ello necesitamos personas conscientes, competentes, compasivas y con un grado alto de compromiso. El Señor sigue regalando valentía para ser apóstoles en esta nueva época, que será lo que queramos y construyamos. Hay mucha violencia, hay opresiones, hay una cultura del hombre sin vocación y, precisamente por eso, se necesitan hombres y mujeres que apuesten por creer en la vida y que acojan la llamada que viene de Dios, de este Dios que, porque ama, llama.
Hemos de crear una cultura nueva que no puede ser de la sospecha y de la desconfianza que rompe siempre todas las relaciones humanas, sino esa que el Señor nos explica en la parábola del Buen Samaritano, que, como nos dice el Papa Francisco, «con sus gestos, reflejó que la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro» (Fratelli tutti, 66).
Ya está bien de crear climas de sospechas y desconfianzas que rompen y destruyen las relaciones entre nosotros los hombres. Los consagrados estáis llamados a ser valientes porque la fuerza nos viene de Dios, a ser abiertos de mente y de corazón, que es lo que nos hace tener grandes ideales, a ser y vivir en generosidad y sin guardar nada para nosotros mismos, a tener miradas para ver lo bello, lo verdadero, lo que construye. Se trata de convertir la misión en una intensa experiencia de Dios, que nos lleve a buscar constantemente al Señor.
Vivid vuestro carisma con una firme conciencia de vuestra vocación específica, con un constante empeño en promover a todo ser humano al que por carisma os dediquéis, pero siempre haciendo de vuestras comunidades hogares de fraternidad, donde se viva la experiencia de la acogida, la fraternidad y los valores por los que deben distinguir vuestra identidad. Muchos laicos querrán compartir vuestro carisma y establecer una colaboración. El Papa Francisco llama la atención sobre los males que no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo y la pasión evangelizadora. Nos habla de tres: el individualismo, la crisis de identidad y la caída del fervor que nos roban el entusiasmo misionero y la alegría evangelizadora. «Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía en el triunfo» (Evangelii gaudium, 85).
7. Seamos testigos de esperanza
Vuestros fundadores y fundadoras acogieron sin ninguna reserva a Jesús, Verbo hecho carne, única Palabra que revela plenamente a Dios. Ellos nos manifiestan que solo Jesucristo es el camino que lleva al Padre, en el Espíritu, a cada hombre, mediante la observancia fiel y coherente del Evangelio. ¡Cómo no recordar cada uno de vosotros a vuestros fundadores en sus circunstancias, los primeros que los siguieron, las dificultades que tuvieron, los gestos con los que se manifestaron como hombres y mujeres de Dios! Ciertamente fueron hombres y mujeres de corazón y alma ardiente que desearon siempre que sus vidas fueran espejo fiel de Jesucristo.
La enorme legión de hermanos y de hermanas que han seguido las huellas de Cristo imitando los pasos de quienes recibieron el carisma y que han enriquecido a la Iglesia pasando por el mundo haciendo el bien, es un don para todos nosotros. Hagamos posible que no sean gloria del pasado: son ejemplo para el presente y preparan el futuro. A través de los consagrados hoy resuena claramente el amor de Dios.
Sed testigos fuertes de Jesucristo. Que vuestra vida muestre que el paso de Dios hoy es real a través de vosotros, que merece la pena gastar la vida por hacer posible que Dios pase entre nosotros, que vuestra vida sea un acontecimiento de gracia que os impulse a llevar a todos los que encontréis misericordia y paz como lo hicieron vuestros fundadores y fundadoras. Acoged a toda persona, nunca dudéis en recorrer los caminos que fueren para anunciar el Evangelio sin glosa.
Sed testigos de esperanza con una presencia llena de fervor y de ganas de llegar a los demás. Que seáis un signo de esperanza para todos los que se encuentren con vosotros en todos los ambientes: los religiosos, secularizados o en contextos de primer anuncio. Tened esperanza, tocad lo grande como es lo verdadero, lo bello, lo bueno, lo justo, lo que viene del amor y de la entrega incondicional a los demás. Como nos dice el Papa Francisco, «la esperanza es audaz, sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna. Caminemos en esperanza» (Fratelli tutti, 55).
Que la protección de la Virgen María, en esta advocación que hacemos en Madrid como Nuestra Señora la Real de la Almudena, nos haga cuidar el mundo con hechos y construir la fraternidad.