«Si la gente de verdad supiera todo el sufrimiento que hay detrás de la vida de estas mujeres, no permitiría su explotación». Lo tiene claro el guardia civil Antonio Asensio, que en sus doce años luchando contra la trata, ha participado en cientos de redadas y ha visto el sufrimiento en la cara y trata en el corazón de miles de mujeres anuladas, violadas, torturadas y vendidas. La gran pregunta es por qué la gente todavía no sabe de todo este sufrimiento. Solo en Alfa y Omega, desde hace años, al menos una vez al mes ponemos el foco en esta esclavitud moderna, siguiendo los pasos del dolor humano y del Papa Francisco. Cada vez que cogemos el coche y vamos a pasar el día al pueblo de nuestros vecinos varios moteles con los fluorescentes titilantes nos anuncian que, tras esas paredes, hay mujeres que se dejan vulnerar. ¿Por dinero? Ese es el recurso fácil para no molestarnos en comprender que en nuestro propio entorno se vende lo más íntimo de una persona. Y, no pocas veces, a alguien conocido. Cuando paseamos por una concurrida calle del centro de la metrópolis o nos confunde el GPS y acabamos en un polígono industrial, allí las vemos pasando frío y vergüenza. A menudo saltan las noticias en la prensa de una operación policial contra un proxeneta o un pedófilo que guardaba miles de gigas de contenido en su ordenador. Sabemos que existe la web oscura, donde se generan hasta violaciones en vivo y hay quien paga por verlo. Y las víctimas cada vez son más jóvenes. Menores.
Sabemos todo esto y más. Pero «de verdad, si la gente supiera». Quizá ahí radique la diferencia. Entre el saber y el saber de verdad. Entre abrir los ojos a un drama que toca a nuestra puerta o seguir cerrándolos. Hay quien invierte su vida en insistir en que no seamos ciegos, como estos camioneros que reciben cursos y han contribuido a liberar a 1.300 personas en Estados Unidos o el proyecto rumano que ha cambiado los planes de estudio nacionales.