Por los sótanos de la fe
Somos responsables de que ese eslabón que nos mantiene férreamente amarrados a los primeros cristianos ni se oxide ni se resquebraje
A primera vista todo parece penumbra, pero dentro se respira luz. Las catacumbas hablan más de vida que de muerte. Se entiende que el Vaticano haya dedicado una jornada para celebrar estos monumentales archivos de la fe de los primeros cristianos. Fuera de los muros de Roma, entre las paredes de toba de un intrincado sistema de galerías se excavaron innumerables filas de nichos, en su mayoría muy sencillos y pobres. Las que vemos en la fotografía se construyeron bajo las posesiones de la noble Domitila, a quien de poco le sirvió ser nieta de Vespasiano y sobrina de Domiciano. Su marido, el cónsul Flavio Clemente, fue condenado a muerte en el año 95 por pertenecer a la secta de los cristianos y ella sufrió destierro, pero antes consiguió dejar todo muy atado para que sus hermanos en la fe tuvieran un lugar donde honrar a los muertos.
Recorrer parte de estos 17 kilómetros de galerías te invita a admirar la entrega de aquel primer grupo de cristianos que con tanto sacrificio y valentía construyeron los andamios de lo que somos hoy en día. Sobre las paredes que vemos en la imagen están dibujados los símbolos por los que daban la vida, y parece como si todavía escucháramos el murmullo de la oración de quienes durante siglos han acudido a rezar y a honrar las reliquias de tantos mártires. Ahí fueron enterrados Nereo y Aquiles, soldados de la guardia imperial romana, asesinados por haber confesado que eran cristianos durante la persecución de Diocleciano.
En la mayoría de las lápidas se escribía el nombre de bautismo del difunto. Ese era su documento de identidad, el sello por el que se le reconocía públicamente, que se hacía vida en el capítulo 25 de san Mateo: «Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era peregrino y me acogisteis…». Este era el mejor de los epitafios, su legado para los que vendríamos después.
Terminadas las persecuciones, las catacumbas se convirtieron en auténticos santuarios bajo tierra de los mártires, centros de devoción y de peregrinación desde todas las partes del Imperio romano. Este fin de semana, con ocasión del 18 centenario de la muerte del Papa Calixto, la Jornada de las Catacumbas estará dedicada a este Pontífice que creó el primer cementerio oficial de la Iglesia de Roma en la Via Appia Antica. Su vida, por cierto, da una idea de la biografía de muchos de los enterrados en estos sótanos de la fe: nació esclavo, pero llegó a convertirse en Papa y le tocó lidiar con los primeros desacuerdos que surgieron dentro de la Iglesia; defendió la misericordia y el perdón contra el rigorismo y fue acusado de permisividad por conceder que se administrara la comunión a los adúlteros arrepentidos. La tradición asegura que sufrió martirio. Calixto, Domitila, Priscila, Esteban, Inés, todos ellos dieron nombre a las catacumbas que nos conectan con aquellos primeros cristianos que se reunían asiduamente para «participar en la vida común, en la fracción del pan y en la oración», pilares de la vida de toda comunidad cristiana a través de los tiempos, y cimientos de unidad.
Cuando el domingo pasado el Papa Francisco canonizó en la plaza de San Pedro a Artémides Zatti y a Juan Bautista Scalabrini recordaba en la homilía que la fe cristiana siempre nos pide que avancemos junto a los demás, que no seamos caminantes solitarios encerrados en nosotros mismos, para compartir así las fragilidades de los que nos rodean. Y pensé en Domitila y en todos los protagonistas de esta fotografía a quienes debemos tanto. Somos responsables de que ese eslabón que nos mantiene férreamente amarrados a los primeros cristianos ni se oxide ni se resquebraje.
Son tiempos de salir fuera de las catacumbas para ofrecer un testimonio que ilumine el camino del hombre de nuestro tiempo, a menudo privado de puntos de referencia claros y válidos. Es el momento de despertar para que sean ellos los que se sientan orgullosos de su legado.