En su contra, Valle Inclán tiene dos pegas, la de ser un genio de las letras y la de no sabérsele interpretar sobre las tablas como conviene. La primera es una amenaza perenne, porque en España acostumbramos a rebajar la altura de los grandes por pura manía persecutoria (Don Latino dirá que, «en España, es un delito el talento»). Y en cuanto al reto de los montajes de sus obras de teatro, el resultado se queda casi siempre cojitranco.
Dice el profesor de Literatura de un amigo que hay que andarse con cuidado con Valle, porque del esperpento a la astracanada hay una frontera ligerísima. No me gustó la versión de Lluís Homar, en el María Guerrero, de Madrid. Llamarse a voces parece que resuelve el esperpento y no tiene por qué, como el conceder a los personajes un barniz surrealista de género chico y corrala. La dificultad de los personajes de Luces de Bohemia estriba en su mixtura y facilidad para generar contrastes permanentes. Hay una escena en la que Max Estrella se estremece profundamente, al oír gritar a una mujer que lleva en brazos a su hijo muerto: «La sien traspasada por el agujero de una bala», tras unas algaradas. Al tiempo, unos vecinos comentan los daños colaterales en sus comercios. Es una mezcla de tragedia, cinismo y sarcasmo que hay que cuidar con sutileza, pero Homar no nos la sirve debidamente.
Rubén Darío, el hombre creyente, el vate que urde versos que andan siempre a punto de salir de sus labios, aparece en la obra de Valle. Rubén no denomina necrópolis a los cementerios, sino camposantos: «Necrópolis es para mí como el fin de todo, dice lo irreparable y lo horrible, el perecer sin esperanza en el cuarto de un hotel. ¿Y camposanto? Camposanto tiene una lámpara». No se puede insinuar de forma más bella la esperanza cristiana: una lámpara… Como la alusión a la muerte en boca del marqués de Bradomín: «No es más que un instante la vida, la única verdad es la muerte… Y de las muertes, yo prefiero la muerte cristiana».
La de Valle es una definición de la naturaleza española todavía más invertebrada que la de Ortega, porque en la carne de los personajes se advierte mejor la disposición a la corrupción, la mojigatería falsa, la doble moral, la actitud presta siempre al aprovechamiento personal. De ahí que su relectura, a la espera de un montaje de altura, sea profundamente conveniente por su contemporaneidad.