Es normal que quien ha sufrido la pérdida de un ser querido por un suicidio se plantee: «¿Qué podría haber hecho para evitarlo?, ¿acaso no supe detectar las señales?, ¿pude ayudarlo con su sufrimiento?». Y es normal que, tras el triste récord histórico del año pasado, los expertos pongan sobre la mesa la necesidad de un plan nacional para la prevención del suicidio, que contemple, entre otras cosas, la puesta en marcha de unidades específicas en los centros sanitarios…
El suicidio nos cuestiona y nos duele porque el ser humano, por naturaleza, quiere preservar la propia vida y la de quienes los rodean, quiere pasar tiempo con aquellos a quienes ama. Lo llamativo es que, a la hora de abrir el debate sobre la eutanasia, no nos hiciéramos preguntas parecidas: «¿Qué podría hacer para que esta persona no quiera acabar con su vida?, ¿podría ayudarla a sobrellevar el dolor?». Los médicos y expertos sí tienen claro que, si antes de plantear siquiera la Ley de la Eutanasia —que ahora cumple un año— hubiéramos optado por desarrollar los paliativos, se habrían evitado muchas de las más de 170 muertes reconocidas por las comunidades autónomas a Alfa y Omega.