Platero y yo - Alfa y Omega

Platero y yo

Javier Alonso Sandoica

Las claves de la poesía se revelan en el oído, no en el ojo. El verso es siempre auditivo, y en el caso de Platero y yo, del que este año celebramos centenario, su centro descansa en el ritmo; por eso a los niños nos hacía tanto bien. Un niño está siempre incluido en el ritmo de la vida, es esa danza regalada que intuye como propia. Yo no creo que los niños tengan que leerse muchos libros referenciales, sino libros de un canon vivido: como El principito, o el mismo Platero y yo.

Lo bueno de la narrativa de Platero es que anda escrita para niños, y sin almibarada tontería. Porque algunos siguen pensando que a los niños hay que decirles cosas con acento infantil, el peor de los acentos, como si al niño hubiera que menguarlo, por el hecho de ser pequeño.

Platero es narrativa en verso, o verso dicho llanamente, que da lo mismo. Decía el poeta José Hierro que prosa sólo encontraba en los prospectos de las medicinas, en las definiciones del diccionario y en los artículos del Código Civil. Y llevaba razón, que la prosa bien hecha lleva una trabazón de magia, unas alas que se despliegan de la tierra y de repente echan a volar. En Platero está el mundo entero delante del hocico de un burro. Está Dios, la melancolía, la amistad, todo ligado por una hermosa armonía.

Me impresionó la lectura de una carta inédita, del cardenal Bergoglio, que apareció en los medios, el pasado fin de semana, recordando sus años de crío en el colegio. Decía que los primeros maestros sacerdotes le enseñaron «inconscientemente a buscar el sentido de las cosas», y que «no se nos parcializaba, sino que una cosa se refería a la otra, y se complementaba, uno se sentía creciendo en armonía».

Esto pasa con la obra de Juan Ramón. Por ejemplo, así de unitaria, recibida como en un golpe de luz, resulta la descripción de la muerte de una niña, amiga del pequeño protagonista. «¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde del entierro! Setiembre, rosa y oro, como ahora, declinaba. Desde el cementerio ¡cómo resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de la gloria!… Volví por las tapias, solo y mustio, entré en la casa por la puerta del corral y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y me senté a pensar, con Platero».

Que no son cosas de niños las aquí dichas, que aquí está el dolor del morirse y su esperanza, el llanto por la amistad perdida y los consuelos.