Francisco Umbral dejó escrito cómo una mañana paseaba con su hijo —mortal y rosa— de la mano: «Los secretos del universo, sus claves pueriles y últimas, tiemblan en el aire fino de la mañana». Aquella mañana de Umbral encerraba en sí misma el misterio de la vida entera, que es una relación consumada.
Cinco años después de la publicación de Laudato si y coincidiendo con el fin del Tiempo de la Creación, que cada septiembre reúne en oración a los cristianos de todo el mundo, parece buen momento para recordar que la defensa de la casa común es una tarea irrenunciable. En este tiempo se han escuchado excusas de todo tipo, aunque casi todas hijas de la misma herida: la ideología, que es esa ciencia cuyo método consiste en robarle a la realidad su ser y suplantarla por lo que uno cree que debería ser. Ese condicional que mata a la verdad.
Ha escrito el Papa que «la crisis, en cierto sentido, nos ha brindado la oportunidad de desarrollar nuevas formas de vida». A veces me veo a mí mismo luchando en el espejo por recuperar al hombre viejo de febrero. ¿Pero es que no he aprendido nada? Si algo nos ha demostrado esta pandemia es que, como apuntaba el Papa en su encíclica, todos estamos conectados. «En redes de luz y cielo coletean las verdades primeras», reflexionaba Umbral de la mano de un hijo que «toma cosas del suelo, se encara con la musaraña de paso, sigue el rabo de un perro como la oscilación secreta del universo».
Estamos conectados al sufrimiento y al amor del otro, humani nihil a me alienum puto, porque formamos parte de esa vida creada que nos obliga, por leyes naturales y sagradas, a una suerte de fraternidad universal. Nada tuyo puede resultarme ajeno, tampoco nada del gran teatro en que vivimos y morimos, esa casa común que llenamos de plásticos y tristezas. Porque las heridas de nuestro amor propio, del agasajado ego de nuestra cultura de la pantalla, son el reverso de las cicatrices que vamos horadando en la tierra. Son ambas tragedias el fruto de esta carrera sin conciencia y antinatural en que hemos convertido los días que nos han sido dados.
Ahora que hemos recibido días de silencio en el hogar, quizá podamos descubrir en el aire algo de la belleza de Quien lo creó. Quizá podamos reconocernos en nuestra humilde condición de artífices y aceptar que Creador solo hay uno y que nuestra obligación es tratar de recuperar el equilibrio de todas las cosas por Él fundadas.
Esa mascarilla abandonada y la colilla que en ella ha ido a parar no son más que el recordatorio de nuestra finitud, del sinsentido que tiene este ir «caminando hacia el precipicio de los consumidores consumidos», como dijo Isidro Catela en el acto académico de apertura de curso de la Universidad Francisco de Vitoria. Recuperar la vida como espacio de relación y encuentro, qué buen aprendizaje para este tiempo de pandemia, qué buena respuesta a la llamada que nos hizo el Santo Padre a una auténtica ecología integral que no se desentienda ni de los anhelos del hombre ni de las entrañas de la tierra.