Perder las llaves - Alfa y Omega

Me gusta mucho un cuento sufí en el que el Nasrudín, su protagonista, se encuentra dando vueltas alrededor de una farola. Está buscando algo en el suelo, concentrado. Al verlo, un vecino le pregunta qué ha perdido, a lo que Nasrudín responde que no encuentra una llave. El vecino se pone a buscar con él, para ayudarle. Y enseguida se suma a la búsqueda un tercero, otro vecino, sin resultado. Porque tras un buen rato dando vueltas y más vueltas alrededor de la farola, ninguno de los tres encuentra la dichosa llave de Nasrudín. «¿Recuerdas dónde la perdiste?», le pregunta uno de los vecinos, cansado. «La he perdido dentro de casa», responde Nasrudín. Perplejos, los dos ayudantes le preguntan entonces que por qué no busca dentro de la casa. A lo que Nasrudín responde con pasmosa tranquilidad que porque en su casa hay menos luz que fuera, al lado de la farola.

Sostiene el trapense Thomas Keating que este cuento viene a decir lo mismo que el relato del Génesis: como Nasrudín, Adán y Eva están desorientados. Si antes del bocado disfrutaban en la presencia de su Hacedor, después lo perciben como una amenaza. Adán y Eva han perdido el paraíso. Es decir, la llave de Nasrudín. La armonía se ha hecho añicos, igual que una vajilla tras el terremoto. Su corazón se ha dividido y ahora están despistados, y, desde entonces, buscan el paraíso en lugares donde el paraíso no estará nunca: en un coche más rápido, en una casa más grande o en otra pareja con menos diferencias. Ambos relatos, se sabe, ilustran la situación patética del ser humano. Todos vivimos igual que Adán y Eva, igual que Nasrudín: sin saber si quiera el objeto de nuestra búsqueda, pero sintiendo su aguijón, damos tumbos como borrachos. La situación humana puede resumirse con una sola palabra: confusión. Buscamos, aunque desconocemos qué, en un lugar erróneo.

Esta confusión es evidente si miramos a nuestro alrededor: por todas partes encontramos personas que, aun teniéndolo todo, viven insatisfechas. Personas con una nómina, hijos y una pareja estable, que, sin embargo destrozan su normalidad. ¿Qué les impulsa a buscar en otro sitio lo que ya tienen sino esta pérdida estructural que ilustran el cuento de Nasrudín y el relato hebreo del Génesis? Su situación demuestra que estas personas, aun habiendo conseguido todo aquello que buscaron durante mucho tiempo, siguen con ganas de otra cosa. Algo nos espolea, hace que busquemos continuamente, viviendo de meta en meta, sin estar nunca saciados. Sin llegar nunca a la plenitud que pensábamos que encontraríamos con el deseo anterior. Nuestro deseo es un hombre que abre una puerta tras otra puerta, indefinidamente, sin alcanzar nunca un espacio en el que descansar. Una monstruosa sucesión de puertas que nunca se terminan, como ocurre en esa atracción de los espejos que hay en las ferias, donde se multiplica nuestro reflejo.

También yo vivo así: buscando en el lugar equivocado. Pero si algo me han enseñado mis casi cuatro décadas de biografía, es que la mayoría de las veces lo que busco fuera de mí está ya dentro, antes de la búsqueda. Que para llegar no hay que salir. La quietud nos regala la verdadera aventura. No hay que buscar la luz eliminando la sombra, aquello que nos molesta. La sombra es una luz todavía no iluminada, necesaria para que la luz sea distinguida, por contraste. Del mismo modo que sin la palabra no podría haber silencio, ni verdadera celebración sin una pesadumbre. El árbol lo dice desde el principio de los tiempos: el invierno es un ingrediente de la flor.

Nuestra situación patética puede ilustrarse con otra imagen: nos encontramos delante de una puerta abierta y cerramos los ojos con fuerza pidiendo que se abra, que podamos franquearla. Leyendo un poema, adorando el rostro de Teresa de Lisieux o dando un paseo con mis hijos por el río me doy cuenta de que esa puerta no está cerrada, que la llave estaba dentro de mi bolsillo, todo el tiempo, mientras buscaba como loco alrededor de una farola, igual que Nasrudín. Y aunque nunca será definitivo nuestro gozo a este lado de la muerte, sí que podemos saborear lo que será completo un día, cuando por fin despertemos y no haga falta ninguna cerradura.