Pecador convertido
XXIV Domingo del tiempo ordinario
El pasaje evangélico que comentamos refleja la acogida de Jesús a los pecadores y las reacciones que este hecho suscita. Lucas presenta a Jesús comiendo con publicanos y pecadores, considerados malditos y marginados social y religiosamente por aquella clasista sociedad judía. Los pecadores captan en Jesús la comprensión perdonadora y salvadora de un Dios misericordioso que no los excluye ni rechaza. Por eso, escuchan a Jesús.
Murmuraban
Sin embargo, Lucas relata también las consecuencias de esta actitud. Jesús era observado por los fariseos y los escribas, representantes de la perfecta autoridad judía, que murmuraban contra Él, porque acogía y comía con pecadores. Al juntarse con ellos, asumían que Jesús aprobaba su conducta e incurría en impureza. ¿Cómo Él, que se denominaba Mesías e Hijo de Dios, podía mezclarse con los impuros pecadores? Los fariseos y escribas guardaban distancia de los pecadores para no incurrir en impureza y evitaban mezclarse con ellos socialmente. No comprenden el comportamiento de Jesús. Les resulta escandaloso e inaceptable. La aceptación de los inaceptables provoca en ellos crítica y murmuración.
Tres parábolas
Y en respuesta a estas murmuraciones, Jesús expone tres conocidas parábolas a modo de enseñanza para sus oyentes: la oveja perdida, la moneda encontrada y el hijo pródigo. En las tres parábolas se repite el mismo esquema: algo importante que se pierde; una persona que lo busca o espera su recuperación; el redescubrimiento de lo perdido; y la celebración gozosa por el encuentro.
Y es en este contexto en el que hay que comprender particularmente el conocido relato del hijo perdido o la parábola del padre misericordioso.
¿Quién es el hijo mayor?
Mucho podríamos decir de esta hermosa parábola cuyo centro no son los hijos, sino el padre compasivo y misericordioso, que ama a sus dos hijos, también con sus faltas, y hace todo lo posible por restaurar la unidad de la familia rota por la partida del hijo menor y el alejamiento del hijo mayor. La conducta del hijo menor es imprudente e irrespetuosa con el padre. Gasta su herencia en una vida disoluta, pero se arrepiente y pide perdón.
El interés de la parábola se centra en la actitud del hijo mayor, que ha sido siempre fiel al padre. Pero al volver su hermano, se irrita ofendido contra su padre por la acogida ofrecida al hijo perdido. Quien merece agasajo y recompensa es el hijo obediente y responsable. La actitud del hijo mayor representa a los fariseos y escribas, que no aceptan la comprensión de Dios hacia los pecadores arrepentidos. Sin embargo, el padre compasivo perdona al hijo menor y busca reconciliar al hijo mayor. Más aún, manifiesta al hijo mayor que la presencia del hijo menor no afecta al afecto que le tiene a él. Y esta es la respuesta de Jesús a las murmuraciones de los escribas y fariseos: su herencia no disminuye por el amor de Dios hacia los pecadores. No deben excluir a otros de la presencia y del amor de Dios, porque la voluntad de Dios es salvar a los pecadores.
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos, conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».
O, ¿qué mujer tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
También les dijo: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.” El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. Él le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”».