Partícipes de su divinidad - Alfa y Omega

Partícipes de su divinidad

Domingo de la 7ª semana de Pascua. La Ascensión del Señor / Marcos 16, 15-20

Jesús Úbeda Moreno
'Ascensión de Cristo'. Otto van Veen. Bayerische Staatsgemäldesammlungen, Munich (Alemania).
Ascensión de Cristo. Otto van Veen. Bayerische Staatsgemäldesammlungen, Munich (Alemania).

Evangelio: Marcos 16, 15-20

En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y les dijo:

«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.

El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado.

A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos». Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios.

Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.

Comentario

Al final de su Evangelio, Marcos nos narra el último encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos, en el que les encomienda su mandato misionero antes de su ascensión al cielo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15).  Precisamente Cristo ha sido elevado al cielo para «hacernos partícipes de su divinidad» (Prefacio II de la Ascensión) y así poder seguir haciendo presente en el mundo su amor divino. Jesús es llevado al cielo y sentado a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19) «donde no cesa de ofrecerse por nosotros, intercediendo continuamente» (Prefacio Pascual III) para que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4).

Mientras caminamos hacia nuestra patria definitiva donde Cristo «nos precede el primero como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino» (Prefacio I de la Ascensión), la Iglesia responde a la misión que el Resucitado le ha encomendado hasta que vuelva definitivamente. El anuncio de la muerte y resurrección de Cristo a toda la creación, como signo inconfundible de su amor por el hombre, constituye «la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (EN 14). En la medida en que la Iglesia toma conciencia de su universal misión evangelizadora, se renueva y fortalece su identidad más profunda y, por tanto, cuanto más fiel es a la misión dada, más dicha encuentra. De hecho, la esterilidad, hastío y cansancio que a veces nos asola es el fruto de una crisis de identidad y, por tanto, de una confusión existencial.

Es un anuncio que está acompañado de signos que lo hacen creíble. No se trata de un mero discurso o la explicitación de un contenido, sino la experiencia viva de la victoria sobre el mal y la muerte. Quien encuentra la vida de la Iglesia tiene la posibilidad de descubrir la resurrección y la vida que Jesús sigue haciendo presente en la historia a través de su cuerpo, que es la Iglesia. Por eso, a los que crean les acompañarán signos, porque la fe está unida a la vida y cuanto más vinculada esté a la exigencia de felicidad del corazón, más se acrecienta y fortalece. La racionalidad y credibilidad de la fe tienen que ver con su pertinencia para la vida, como respuesta al sentido y significado de la existencia, por eso «el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (GS 43). Una fe reducida a un discurso, a principios, valores o normas morales no podrá mantenerse en pie frente a los desafíos de la vida, acabará por sucumbir y dejar de interesarnos, como les ha pasado a muchos de nuestros contemporáneos.

Como en el ministerio público de Jesús, el anuncio que realiza la Iglesia, confirmado con las señales, tiene como finalidad suscitar la fe para ser incorporados al misterio pascual por el Bautismo. La fe como consecuencia del anuncio se prolonga en el sacramento del Bautismo; por un lado, como gesto propio de adhesión a la fe recibida en el seno de la Iglesia y, por otro, como condición de posibilidad para participar de la vida divina inaugurada con la muerte y resurrección de Cristo. Fe y Bautismo se reclaman mutuamente para participar en la salvación, porque ambos conforman el reconocimiento y la adhesión a Cristo resucitado en la historia.

Por eso, es ajena a la experiencia cristiana tanto una experiencia de fe que no busque la concreción del Bautismo, como un Bautismo que no sea precedido por una experiencia viva de fe, que en el caso de los párvulos les corresponde a aquellos que los presentan al sacramento.