Una de las afirmaciones del Papa en la JMJ de Lisboa que más eco han tenido es aquella en la que Francisco asegura que la Iglesia es una casa en la que caben todos. En ella ninguno está de más, remarcó, «hay espacio para todos, así como somos, todos sin exclusión». La frase ha levantado cierta polvareda. Para unos significaría poco menos que dejar entrar al Caballo de Troya del relativismo, y para otros revelaría una Iglesia libre de dogmas y reglas, una gozosa revolución.
Lo primero que me vino a la cabeza es que Benedicto XVI ya había dicho esto mismo, con otras palabras, en la JMJ de Sídney, en 2008. En aquella ocasión dijo a los jóvenes que «nadie está obligado a quedarse fuera», tampoco quienes por diversas razones se sienten distantes de la Iglesia. Lo decía el mismo Papa, que tuvo la gran intuición —después reducida en su alcance— del atrio de los gentiles. No hay ninguna discontinuidad revolucionaria en el mensaje de una Iglesia que existe para ofrecer a cada hombre y mujer el tesoro de Jesucristo, sin importar su historia precedente ni su condición moral previa.
Lo que no debemos olvidar, tampoco los irritados y asustados, ni los equívocamente entusiasmados con la afirmación de Francisco, es que la Iglesia es una casa cuya forma ha establecido Jesús para que quienes libremente entran en ella puedan llegar al conocimiento de la Verdad, puedan ser curados y así experimentar una vida plena, el ciento por uno del que habla el Evangelio. Del mismo modo que la Iglesia no puede levantar ningún muro, tampoco puede dejar de proclamar el anuncio de Cristo crucificado y sus consecuencias, y nunca han faltado los que han considerado demasiado duro ese lenguaje.
Tiene razón Francisco al reiterar la necesidad de abatir los muros que, por un falso sentido de autoprotección, pueden impedir que la muchedumbre de los heridos de la vida encuentre en la Iglesia el abrazo de Cristo. Un abrazo que necesita ser libremente aceptado para que surja la conversión. No se entra para asistir a un espectáculo sino para experimentar un encuentro que requiere la razón y la libertad de cada uno. El Evangelio está tejido por este drama.