La última tarde del año, horas antes de que se desatara la tormenta sobre Francisco, a él no se le iba de la cabeza su amiga, la profesora M.ª Grazia, que acababa de fallecer a los 95 años en Roma. Un año antes, ya muy enferma, había ido a visitarla a su pequeño apartamento. Las personas que quieren de verdad se prodigan en gestos que salen del corazón. Por eso, el Papa se presentó a las tres de la tarde del pasado 31 de diciembre en el funeral de su amiga, sentado como un feligrés más, en uno de los bancos de la iglesia.
Desde que sigo a Francisco a diario he comprobado que sus detalles de cercanía con las personas tienen rostros concretos. La misma tarde en la que se abatió el tsunami contra Francisco yo estaba allí, en la plaza de San Pedro, contemplando el retrato que mejor le describe cuando se encuentra con la gente: caricias a los pequeños en brazos de sus padres, bendición a los enfermos y ancianos, miradas agradecidas a quienes le daban un apretón de manos. Pero de repente ocurrió lo que nadie hubiera deseado que pasara. Conocemos al detalle la descripción pormenorizada de la secuencia: agarrón de la señora, el evidente dolor que le produjo y su reacción de enfado. Probablemente esa noche a Francisco le costó conciliar el sueño. Por eso aprovechó la primera ocasión que tuvo horas después para pedir públicamente perdón ante el mundo por su falta de paciencia y su mal ejemplo.
Lo realmente preocupante ha sido la reacción furibunda e inmisericorde ante lo sucedido, que obliga a una necesaria e inmediata reflexión. Un odio tan profundo nos hace menos humanos. Puede que alguno de los que han despellejado al Papa en los últimos días lea el Evangelio con frecuencia. Allí Jesús nos previene contra la dureza de corazón con la que tantas veces miramos a los demás. Almas estrechas, rencores profundos. Al leer tantas extremas reacciones, pensé en la imagen de un Jesús ensangrentado, expuesto por Pilato ante el pueblo en busca de un atisbo de clemencia y esa turba rabiosa, los mismos que le habían visto resucitar muertos y curar enfermos, pidiendo su cabeza sin ninguna muestra de compasión, porque consideraban que con sus gestos y palabras estaba atentando contra la doctrina de los primeros padres. Unas acusaciones demasiado similares a las que se han escuchado estos días contra Francisco.
Recientemente, al regreso de su último periplo africano, el Papa aseguraba que la crítica leal siempre le ayuda. Pero que criticar sin querer escuchar la respuesta y sin buscar el diálogo no es amar a la Iglesia. Quizás necesitamos amar más y encizañar menos. Vivimos agazapados para pillar al Pontífice en su debilidad y no miramos su entrega diaria. Nos sorprenderíamos de todas las personas que han recibido detalles de afecto del Papa Francisco. Muchas nunca llegaremos a conocerlas. Rosalba, una viuda de 80 años que había perdido a su hijo, desde hace 5 años recibe cada mes la llamada del Papa. O Anna, madre soltera que decidió seguir adelante con su embarazo y Francisco se ofreció a bautizar a su hijo. Incluso el gesto de consuelo hacia un periodista que acababa de perder a su madre. Son innumerables las llamadas de Francisco a presos, a sacerdotes, monjas, jóvenes.
Aprendamos de lo ocurrido. Recemos aún más por el Papa tal como él pide a diario. Será la única forma de no perder el norte y encontrar el calor en el sur, en la iglesia unida entorno a Pedro, que siempre será un lugar mejor.